Pocas casas reflejan tanto la vida de su propietario como la del arquitecto Frederick Cooper. En ella se unen su aprecio por los materiales expuestos, la mueblería clásica de herencia familiar, una extensa colección de arte y sus hitos de vida enmarcados por toda la casa. El escenario perfecto para hablar de la deuda pendiente que tiene la arquitectura, hoy por hoy, con el Perú.

Por Tatiana Palla / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart

Cooper

La discreta fachada en diagonal de la casa de Frederick Cooper, alguna vez en perfecta armonía con el retiro de las casas colindantes –ahora reemplazadas por edificios–, no hace presagiar la imponencia de su interior. Doscientos cincuenta metros cuadrados de área construida bastan para albergar la vida de un arquitecto con más de cuatrocientas construcciones en su portafolio, fundador de la Facultad de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica del Perú, director de la revista “Arkinka” y primer arquitecto latinoamericano integrado al Royal Institute of British Architects (RIBA) como miembro honorario.

Es más, allá por 1975, consideró su terreno de 900 metros cuadrados como un espacio demasiado grande para una vida de familia. “Esa fue otra de las razones por las que le hice un retiro a la casa. Mi idea era hacer dos casitas adicionales para mis hijas. Al final, con la incertidumbre de los ochenta, partieron al extranjero y las construcciones nunca se concretaron”, explica. Ahora, sus hijas viven a unas cuadras. “Cerca, pero no revueltos”, dice, parafraseando.

Desde el interior, el área se separa en tres franjas longitudinales que se extienden hasta el fondo del terreno. Al centro está la primera planta, el área social que integra ingreso, sala, estar, biblioteca, comedor. A la izquierda, la franja que conecta la cocina, patio lavandería, depósito y escalera auxiliar, con un tragaluz que ayuda, también, a la circulación del aire. A la derecha, el jardín, poblado con eucaliptos de más de cuarenta años y una piscina hecha para los años adolescentes de las hijas.

Cooper

“En lugar de hacer cuartitos chicos vi que podía hacer un espacio grande e integrado. Espacios con altura y longitud me parecían ambientes arquitectónicamente estimulantes. Por otro lado, había visto la biblioteca larga de Manuel Checa y me fascinó”, explica Cooper. La construcción, que combina los bloques de concreto en escalera y columnas de concreto armado con ladrillos pasteleros para el techo, una referencia inequívoca a la construcción austera producto de los procesos migratorios a la ciudad.

“Yo estudié en la UNI en los cincuenta y sesenta, cuando comenzaron las migraciones, y vi construirse la Lima de las barriadas de esa época, el uso del ladrillo King Kong, el uso de los materiales a la vista, y todo eso desarrolló una simpatía por la arquitectura austera, no ostentosa. Esta propuesta fue también un poco el reflejo de la época. Además, la inclusión de los detalles brutalistas en una casa particular, el estilo imperante en la época, era un ejercicio completamente inusual”, rememora Cooper.

La biblioteca larga que acompaña la sala incorpora una breve escalera para alcanzar los tomos más altos. Detrás de una pared medianera que sirve para colocar una doble chimenea en la casa, se ubica el comedor, que hace las veces de espacio de trabajo.

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Arte puro

Los gustos de la familia están presentes en cada esquina de la casa. Las paredes están abarrotadas de cuadros y piezas de arte heredadas y adquiridas con el tiempo. En el comedor, una obra de Luca Giordano, pintor italiano del siglo XVII, acompaña los bodegones de frutas de sus nietos. “Para estimularlos”, asegura Cooper en tono alegre. Una pintura colonial del Señor de los Temblores ocupa un lugar protagónico en la sala. La escalera que conduce al segundo piso alberga una obra de Lika Mutal y se corona con un cuadro de Szyzslo, gran amigo del arquitecto. En el segundo piso, dibujos de la antigua casa de los suegros en el centro de Lima. Algunos de los sillones resisten en la sala familiar, y las antiguas puertas de madera se rescataron y reutilizaron para los clósets de las habitaciones de las hijas. Lo cierto es que el resultado estético final de la casa es responsabilidad de María Amelia Fort, su esposa, que supo combinar con maestría los muebles heredados por diversos familiares con piezas modernas que Cooper diseñó específicamente para la sala.

Un pasillo abarrotado de fotos enmarcadas hace las veces de álbum abierto de las memorias familiares: viajes, retratos de María Amelia, o instantáneas de la época en la que Cooper acompañó a Mario Vargas Llosa en la gestación del Movimiento Libertad. La colección está coronada por un segundo tragaluz que corre paralelo al de la galería de la cocina, esta vez, en el segundo piso. El recorrido retoma el espíritu práctico de la casa con un vistazo al baño, donde Cooper se ciñó nuevamente a lo básico indispensable y selló las paredes de bloques de concreto con pintura para señales de tráfico sobre asfalto, con el fin de contrarrestar la humedad. No ha necesitado darle una nueva mano desde 1975.

“La casa parece grande, pero en realidad no tiene más de seis metros de ancho por quince metros de largo, y dos pisos. Es verdad que cada día que bajo por la mañana vivo la emoción de la realidad arquitectónica. La casa tiene una vigencia y una permanencia que no se agota fácilmente”, asegura el arquitecto.

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Una nueva etapa

Actualmente, Cooper ha dado un paso al costado de su longevo cargo como decano en la PUCP, desde el cual fomentó, para la revisión de proyectos de fin de carrera y seminarios internacionales de arquitectura en Cusco, visitas de arquitectos internacionales como Richard Rogers, Rafael Moneo, Elías Torres, Kenneth Frampton o Peter Buchanan. Muchos de ellos se convirtieron en sus amigos, y pasaron largas veladas en la casa. Más de uno le dijo que era inaceptable que esta no fuera conocida a nivel internacional. “Lo digo sin pudicia. Es un buen proyecto”, añade con orgullo.

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Ahora, desde esa misma casa, sigue manteniendo el ojo crítico respecto al rol de la arquitectura en el Perú. “Lo primero es que los arquitectos tienen que recuperar la noción de que la carrera exige una dedicación cultural, profesional y científica seria. Se necesita un interés social por el país. Y también tienen que estar continuamente al tanto de lo que se gesta. Tienen que ver edificios. Desgraciadamente, ahora no se incentivan los congresos internacionales”, explica. Para él, la responsabilidad de este abandono recae en dos entidades claves.

El Estado y el Colegio de Arquitectos, asegura, “no tienen absolutamente el menor interés en el destino de la arquitectura en el Perú. Somos el único país de Latinoamérica donde los proyectos estatales no tienen un buen estándar de concursos públicos en arquitectura”. ¿La misión de los arquitectos de hoy? “Sin duda, tomar por asalto el Colegio de Arquitectos y colocar gente con una visión adecuada para afrontar los problemas del país. Que se cuestionen qué ciudad queremos, tengan visión planificadora y exijan concursos públicos para que los arquitectos aprendan a través de la competencia entre ellos mismos. Y que aprendan a pronunciarse sin dudarlo”, dice sin ambages. Solo así los mejores de la actual generación retornarán a los proyectos públicos. De eso está seguro.

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Artículo publicado en la revista CASAS #257