El artista Moico Yaker ha ideado una vida familiar a su manera. Su casa taller, que comenzó a ocupar a modo de alquiler, se fue transformando con el tiempo en un espacio con un sello personal imborrable. Ahora que es el dueño, lo ha convertido en un territorio con leyes propias.
Por Tatiana Palla / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
Una angosta fachada, oculta entre arbustos, enredaderas aromáticas y vegetación libre, esconde el fortín de Moico Yaker hace ya treinta y cinco años. Rodeada de edificios, pero aún bien flanqueada por una casa victoriana, pareciera ofrecer un viaje de retorno a esa vida miraflorina de barrio cada vez más escasa.
Aunque los hogares de sus vecinos terminaron convertidos en torres de departamentos, Yaker se mantiene inamovible en su cuadra. Allí, en su casa de más de ochenta años con espíritu de townhouse inglés. Acomodado en su estudio, recoge del piso a su gato Remigio –que tose la carga de sus dieciocho años–, lo monta en su regazo, acaricia a Nana, su perra, y comienza a recordar.
En confianza
Quien le pasó el dato fue una vecina. La casa pertenecía a una señora mayor que la había tenido sin usar por años. “Yo viví fuera del Perú desde los dieciséis hasta los treinta y tres años. El último lugar en que viví fue París. De ahí regresé a ver a mis padres, decidí quedarme y buscar un lugar para compartir taller. Así encontré la casa”, cuenta Yaker. La atracción fue instantánea. “Cuando vine a verla, había estado cerrada un montón de tiempo y el jazmín había crecido de manera selvática. Cuando entré, había un olor tan fuerte a jazmín que pensé: aquí me quedo”, cuenta. Y así fue.
Se podría decir que Yaker tuvo suerte. En los primeros veinticinco años de estadía, que pasó en alquiler, la dueña le permitió hacer y deshacer a su antojo, modelar todo a la medida de sus necesidades. El amor a los animales, que ambos compartían, les hizo entablar una relación de amistad y confianza. “La verdad, es una casa que ha estado en transformación constante”, explica. “El segundo piso estaba lleno de pequeñas habitaciones, y lo primero que hice fue botar las paredes para armar el taller en una sola sala. Rehíce el techo cuando se desplomó por la humedad. Era una casa que nunca había sido restaurada. La dueña solo me pedía una cosa: que hiciera los trabajos bien. Pero de esa manera yo fui sintiendo que, cuanto más ponía yo en la casa, más la sentía mía. Porque, en un lugar, hay una inversión no solamente de costo, sino también de afecto. Lo transformas según tus necesidades y lo haces a tu imagen y semejanza”. Hace poco construyó finalmente una biblioteca formal en su sala, “una de señor mayor”, como él mismo define, sonriendo. Ahora está abocado a continuar la remodelación de la cocina y revestir una columna de la sala con placas de madera. Todo cambia.
Refugio en la ciudad
A pesar del creciente tráfico en la calle de Yaker, el ruido apenas entra al corazón de la casa. Allí, donde comienza a exhibirse la colección de cerámicas de su temporada en un taller de Chulucanas, repujados en metal, libros abarrotados bajo la escalera y la inabarcable cantidad de muebles clásicos que ha ido recuperando de familiares y en paseos constantes por zonas de remates. El piso de mosaicos, las paredes de colores, la cocina ganada a un sector del jardín, acondicionada con techo de madera y tragaluz intermedio, dan a la casa una calidez inigualable. Sus obras coronan los puntos principales de los ambientes.
“Quien construyó esta casa fue un inglés que la hizo pensando en un townhouse, y yo de alguna manera he tratado de conservar eso. Tratar de vivir informalmente, sin la sensación de incomodidad que te da una casa excesivamente elaborada, en donde sientes que si tocas algo lo ensucias. Yo uso la casa y el taller todo el día. Y como que esa sensación no va, ¿no?”, propone Yaker.
Además del taller –el espacio sagrado y privado de Yaker–, otro de sus ambientes predilectos es el comedor. Al menos cuando vienen los amigos. Una mesa para diez personas es la protagonista de las largas sobremesas que tanto encantan al artista. Y, cómo no, el patio con jardines verticales que sigue oliendo a jazmín, como el día que entró por primera vez a su hogar permanente. Allí resguarda un árbol de níspero, un lúcumo de ochenta años, yucas, ficus, palmeras y limoneros. El jardín es también la antesala a los espacios que ha construido para invitar a vivir a la casa a la que ahora es su familia por convivencia: Oswaldo, su asistente desde hace más de veinte años, y Mateo, el hijo de este. Entre ellos tres, las mascotas, el arte y el jardín, Moico Yaker tiene todo lo que necesita. “Esta casa es mi república. Acá vivo, no necesito salir, y tampoco pienso moverme de aquí”, afirma. Le creemos.
Artículo publicado en la revista CASAS #249