La amplitud de un espacio con pocas paredes encierra una oportunidad a la hora de decorar. Pero, también, un gran reto. Y ese, precisamente, fue el punto de partida para Sandra Ludmir: trasladar su obsesión por el contraste de elementos decorativos, mobiliarios y piezas de arte que encierran tradiciones e historias distintas.

Por Gloria Ziegler / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart

Ludmir

El escritor es Pablo Neruda. Una estrofa del poema “Aquí vivimos” dice así: “Desde entonces jamás me defraudó una ola, / siempre encontré sabor central de cielo / en el agua, en la tierra, / y la leña y el mar ardieron juntos / durante los solitarios inviernos”. Parece escrito a mano sobre un vidrio, pero es un vinil de gran formato que domina el espacio de ingreso a la sala. Y es el manifiesto más poético (y exacto) de la decoradora Sandra Ludmir, desde que llegó a este departamento de Barranco hace ocho años.

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Es un espacio luminoso, amplio y con pocas separaciones de vidrio –que delimitan los ambientes, pero no restan claridad–, y tiene una terraza que mira hacia el mar. “Me gustó por las formas, por la luz y esta terraza, que parece un salón. Y como mi estilo es ecléctico, empecé a mezclar antigüedades con piezas modernas. Me fascinan los contrastes”, dice Ludmir.

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Antes, el departamento había pertenecido a un matrimonio suizo, y reinaba el minimalismo. Pero, en cuanto Ludmir se instaló aquí, empezó una transformación profunda: cambió el piso por uno de piedra pizarra, instaló piezas de arte y mobiliarios que ocupan un protagonismo casi panóptico. Y, además, configuró una armonía decorativa donde conviven una pared de ladrillo rococho –con sus aires rústicos–, junto a una de poliuretano blanco brillante. Y se atrevió, incluso, a alternar sillones de los años cincuenta, lámparas de cristal de Murano de los años cuarenta, consolas isabelinas, y un mueble estilo Napoleón del siglo XVIII, con otros modernos forrados en terciopelo y sillas con patas de acero.

Para ella –que ha decorado casas en Lima, Colombia y Estados Unidos–, la vitalidad de su profesión depende de la unión de distintos elementos y el ritmo. “Quiero que los objetos en el ambiente conversen entre ellos”, explica.

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Pasión de otro tiempo

Mucho antes de incursionar en el interiorismo, Sandra Ludmir era bailarina. En aquellos años tuvo una breve estadía en Argentina. Y allí, mientras ensayaba en el Teatro Colón, fue afilando su particular gusto por las antigüedades.

De regreso en Lima, tiempo después, empezaría a organizar ventas e, incluso, llegó a manejar una tienda discreta. La tentación de usar estas piezas en su trabajo ha sido, desde el inicio, un acto reflejo. Sin embargo, la decoradora sabe que debe balancear la densidad. Y, por eso, emplea distintas texturas y procedencias –como el mármol Calacatta, la piedra ónix y los jarrones arequipeños de esta casa– con formatos distintos, como la gigantografía de Marina García Burgos que delimita el comedor principal de la casa.

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Esta obra de arte, imponente y atípica por su ubicación en el techo, es un símbolo de otra de sus pasiones: la que tiene por el arte. Y esta, también, ocupa varios espacios de la casa. La frescura de la artista Verónica Penagos, la provocación de Miguel Aguirre, los cuadros orgánicos de José Tola y el hiperrealismo de las pinturas de Christian Bendayán –la imagen de una mujer curvy en lencería domina la cabecera del cuarto principal– son solo algunos ejemplos.

“Veo el arte y lo gozo. No uso mi casa para exponer a artistas consagrados o costosos como si fuera una galería”, dice segura del magnetismo que puede ejercer para atrapar la vista hacia ciertos rincones recargados de estímulos. Y es verdad, los espacios de su casa se suceden, diversos, pero igual de estimulantes. Como microespacios vitales. 

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Artículo publicado en la revista CASAS #263