Una perla en el bolsillo. Un tesoro. Un hallazgo. El Perú fue eso para Eielson. Y fue también el punto de partida en su viaje interior. Los paisajes costeños se le revelaron como apariciones mágicas. Tuvo que irse lejos para estar más cerca. Para conectar con sus orígenes. El Perú también le pesó. Fue motivo de sus apasionamientos, de sus críticas y reflexiones acerca de los abismos sociales y del nada fácil devenir histórico. El Perú fue una fuente inagotable de poemas, de lienzos, de experimentos plásticos, de aventuras matéricas y ejercicios líricos de gran audacia y originalidad. Fue aquí donde abrió por primera vez los ojos. Y nunca más los cerró.
Por Josefina Barrón
Frente a un cuadro de Eielson de su serie Paisaje infinito de la costa del Perú recordé a Regina Aprijaskis y su obra Paracas. A simple vista, el cuadro de Aprijaskis, como el de Eielson, serían clasificados dentro del arte abstracto. El mismo Eielson contaba cómo los europeos permanecían incrédulos cuando él les decía que no se trataba de una propuesta abstracta, que así era la costa peruana.
En Paracas, Aprijaskis divide la superficie del lienzo en planos de color sólidos, intervenidos por gruesas pinceladas oscuras. Un espeso gris, un turquesa velado y un vasto espacio monocromo son animados por una franja blanca que, como la espuma de una poderosa ola, resuena en la memoria. Como recuerda Eielson, todos esos planos cromáticos no son sino la fiel representación de nuestra geografía. Testimonio plástico del litoral costeño, de implacables desiertos, del temperamento vigoroso del mar que alguna vez cubrió los arenales y ha dejado huella en osamentas y conchales, y de ese extraño cielo, tan nuestro como huérfano de nubes –y a menudo de color– que corona todo lo que vive y muere aquí.
Le tomó tiempo a Eielson advertir la belleza de esos paisajes. Tiempo fuera del país, envuelto en aprendizajes, digiriendo el gran pensamiento visual europeo, las vanguardias, los discursos plásticos y artísticos más extremos que el mundo podía ofrecerle. Luego de haber madurado intelectualmente tuvo por fin la capacidad y las herramientas para recuperar semejante entidad visual y táctil, como llamó a la costa peruana: “Siempre pensé que semejante geografía nunca habría podido generar ningún entusiasmo óptico, ninguna efusión anímica y, por ende, ningún pensamiento plástico. Y si además esta extensión inmutable aparecía cubierta por esa enorme sábana sucia que los limeños llaman cielo, el dilema se volvía más impenetrable”.
Allá, rodeado de otros códigos, quizás algo abrumado, empieza Eielson a sentir una falta angustiosa de territorio bajo sus pies. Confiesa que debía excavar por él mismo en esa dimensión hostil que la naturaleza y la historia habían deparado y en la que él había abierto los ojos. Debía pisar tierra. De alguna manera hizo lo que Tàpies: esculpir un suelo propio, hurgar en esos paisajes orgánicos en los que había dado los primeros pasos y repetirlos sobre el lienzo como bajo sus pies. Así no sentiría que flotaba; así recuperaría sus orígenes. Así procuraría cobijarse en su propio terruño aunque estuviera a miles de kilómetros y años de distancia. Su necesidad de verdad, escribe, había llegado al paroxismo.
Confiesa que la arena es su aliada, su única, vieja amiga limeña. Incluso la describe como un inmenso lienzo tendido sobre la faz dorada de sus antepasados. A la arena del Perú regresará una y otra vez como a un gran amor. Transportará a Italia arena de nuestros cerros para darle forma a la necesidad que sentía por el territorio natal, para reconstruir fragmento a fragmento y en un emprendimiento que raya en lo épico, la inmensidad de la costa peruana. Como siempre pasa en los procesos de creación, para reconocer, fragmento a fragmento, la compleja arquitectura de su fuero interno.
En 1960, lejos de su tierra y obligado a guardar reposo en una cama como consecuencia de una luxación en el tobillo derecho, Eielson encuentra aún más tiempo para la evocación y el ensimismamiento. Imagina una historia de pescadores en los desiertos peruanos. Había estado escribiendo, pero sentía que no era la palabra el material que en este caso le serviría. Y describe el proceso inicial de la siguiente manera: “Solo más tarde comprendí que los materiales que yo necesitaba para ese añorado texto no eran palabras. Eran los colores, el espacio, las texturas. Pero sobre todo, el espacio, puesto que era el espacio –el elemento más sutil del paisaje– el que rodeaba, en un estéril abrazo, la ciudad en que nací. Paraíso e infierno, pero única grandeza permitida a los limeños, era también su dimensión más secreta, era el silencio de las dunas al atardecer, eran los juegos de la sombra y de la luz sobre el territorio amado. Era la arena del desierto. Era el desierto a secas. O, en su defecto, un pedazo del mismo. Un fragmento de territorio. Una sucesión de fragmentos”.
Lee el artículo completo en la edición 634 de Cosas.