Hace más de veinte años, eran cuatro gatos en Perú Moda. No era fácil para ellos atraer a una posible clientela. Menos aún para una mujer que le metía pompones andinos a sus carteras, cholopink a sus estolas, polleras a sus tenidas de coctel. Esa era y sigue siendo Meche Correa, mujer que reinventó el concepto de la moda peruana, enriqueciéndola con motivos y materiales autóctonos, andinos, coloniales, costeños, amazónicos, populares, cotidianos. Simplemente peruanos.
Por Josefina Barrón / Fotos de Paolo Rally
Ninguna raza hay pura. Ninguna identidad es estática. Todo pueblo experimenta fusiones; toda cultura muta, se aliena, distorsiona y redefine. “Lo nuestro” es tan relativo como lo ajeno, sobre todo si Lucha Reyes alza su imponente voz a ritmo de la música lounge; si el sándwich no lo es más y el sánguche se marida con un Ribera del Duero; si las estridencias del afiche chicha, que antes solo gritaban conciertos y polladas bailables, se empezaron a lucir hace algunos años en las chaquetas de las amigas más hollywoodenses de Mario Testino. Si los bolsos de zuncho que antes se veían solo en el mercado de abarrotes hoy ostentan la marca Balenciaga.
“Lo indígena no ha sido apagado por el mayor intercambio con los avasalladores países muy desarrollados; por el contrario, este contacto ha fortalecido lo que hay de invasallable en el Perú y se está difundiendo como un acerado material galvanizador de la nación que se integra y se yergue”. Así escribía José María Arguedas en 1967. El autor que con más hondura ha expresado el encuentro (y el desencuentro) entre lo andino y lo occidental apostaba por una integración de las culturas, por una fusión entre modernidad y tradición, por la autenticidad y la proliferación de expresiones locales antes que por el rígido patrón incaísta, viejo anhelo renuente al mestizaje cultural que promueve más una cierta arqueología de lo indio.
Arguedas ya veía en ese encuentro los orígenes de una cultura mestiza, nueva y original, no necesariamente folclórica ni pintoresca, más bien una cultura consciente de sí misma. Arguedas advertía cómo el provinciano se adecuaba a los tiempos, cómo la música andina asimilaba instrumentos españoles. Incluso llegó a comentar que la música poshispánica era más rica, pues tenía el aporte del arpa y la guitarra. El Arguedas de la “utopía arcaica” existe únicamente en las lecturas forzadas de su obra. En sus propias palabras, “máquina y adoración a la tierra no tienen por qué ser incompatibles en el Perú; pueden y han de ser complementarios”.
Meche Correa materializa el anhelo de Arguedas. Complementa máquina y adoración a la tierra. Congrega industria y ancestralidad. Concilia vanguardia y tradición. Renueva el Perú, pues la vida es movimiento, y el país está vivo. Meche es consciente de que la cordillera que nos fragmentó en pisos ecológicos también nos bendijo con particularidades en cada rincón. Así, no solo especies de flora y fauna devinieron endémicas. También bordados, telares, iconografía, estilos y combinación de colores son endémicos. Solo existen en rincones específicos del Perú. Hasta esos parajes llegó Meche en busca del hallazgo, de la belleza que quiso recuperar a su muy personal manera.
Entonces, si estamos tan abiertos al cambio, si somos megadiversos en colores, diseños y texturas, ¿por qué fueron cuatro los gatos al principio en Perú Moda? ¿Por qué el público era poco y tímido? ¿Por qué tendría que haber sido duro el camino para personas como Meche Correa? Porque aquello sucedió recién durante los primeros años de los noventa, cuando el Perú estaba debilitado, cuando sufría en cuerpo y alma la resaca de todo lo vivido. Recién salíamos del hoyo. Teníamos un atraso de veinte años. La industria de la moda no existía y no se podía hacer magia para hacerla aparecer de pronto, como salen los conejos de los sombreros. Habíamos abandonado el Perú, quizás porque sentíamos que el Perú nos había abandonado primero.
¿Cómo pensar entonces en carteritas de noche con colibríes andinos cuando era el pollo el que volaba por los cielos que la hiperinflación imponía? ¿Cómo reconocer los colores del arcoíris andino, de las polleras andahuaylinas, de los bordados ayacuchanos, cuando habíamos estado acostumbrados a verlo todo negro, a desdeñar lo serrano por no conocerlo? ¿Cómo saber del interior del Perú, de la sierra, de la selva, del sur chico siquiera, cuando por años no habíamos podido salir más allá de unas cuadras? ¿Cómo entender el Perú profundo si no lo conocíamos? ¿Quién, si no algún osado fotoperiodista, iría al interior por imágenes? ¿Sería acaso belleza lo que recogería?
Todo comenzó en La Victoria
Meche nació y creció en una casita humilde en el barrio de La Victoria. La familia era pobre, pero digna. Vivía con lo básico. Dice sentirse agradecida por la educación que le dieron y por el apoyo y entusiasmo que desde muy pequeña recibió de sus padres. Recuerda cómo la madre llegaba siempre del mercado con unas cuantas florecitas para poner en casa. Sí, se esmeraban en estar y sentirse bien.
Meche se recuerda como una niña despierta e inquieta, que veía las cosas desde otro ángulo, que tenía un ojo desprejuiciado para los objetos, a los que ofrecía segundas y terceras oportunidades. Eso la hizo sentirse muchas veces incomprendida, aislada del resto, pero cuando pudo por fin plasmar su visión de la belleza sin ser juzgada en casa, pudo explayarse. Quería vestir a su manera, siempre algo extravagante y colorida, dándole la vuelta a las tenidas que solo un par de veces al año los padres compraban a ella y a sus hermanos y que a regañadientes se ponía. Ella quería lucir listones en la cabeza, armarse sus propios aretes con lo que encontrara a la mano, no importa si era papel o rafia.
Meche despertaba a la vida a la vez que a la fantasía; su hogar fue su primer laboratorio. Esa creatividad, ansiosa de manifestarse, lejos de ser apagada, fue promovida y celebrada por su madre, quien le dio licencia para mover los pocos muebles que habían y “redecorar” los ambientes, para meterle color y diversión a la casita. El ingenio se fue revelando. Las ganas, aumentando. La intensidad, creciendo. No había nada que no pudiese mover si ella lo quería. Ni siquiera un armario enorme. En esa casa de La Victoria nació no solo la artista. También la valiente y empoderada mujer que es hoy.
Huancayo, la epifanía
Cuando Meche cumplió los veinte años y estudiaba Diseño de Interiores, salió por primera vez de Lima al interior. Su destino: Huancayo. Ella compara esa experiencia de llegar a Huancayo con la de un huancaíno que viene por primera vez a Lima. Ambos encontrarán algo que nunca en su vida imaginaron. Ni bien llegó, se desató una tremenda tormenta sobre la pequeña ciudad, en esos tiempos aún poco intervenida por la falsa modernidad que hoy es tan común en la provincia.
La lluvia torrencial, los truenos y relámpagos le revelaron otro Perú. Eso la emocionó. No se imaginaba aún cuántos Perús encontraría en uno solo y qué cosas descubriría en cada uno de ellos. Preguntó dónde estaba el hotel de turistas, pero había que cruzar toda la plaza para llegar. Ella quería caminar debajo de la lluvia; no se lo iría a perder. Todo ese aguacero que le cayó encima la marcaría.
Varios días se quedó en Huancayo; fue al famoso domingo de feria, se volvió testigo del trueque que aun hoy se practica; no salía de su asombro al ver los colores y diseños que con tanta naturalidad las mujeres lucían en sus prendas y tocados. Fue un flechazo directo a su corazón. Quiso seguir viajando, conociendo, invirtiendo en descubrir. El Perú se convirtió en su musa. En todas las prendas que encontraba iba descubriendo un amor por el país que jamás dejó de crecer. En esos tiempos, pocos en Lima sabían lo que era un apu, un pompón, un poncho, el porqué de ciertos colores en las polleras y cinturones, qué significaban las flores en los sombreros, qué era una chuspa, qué una lliclla.
Pero ¿qué es una lliclla? Es la pieza más simbólica de la vestimenta de la mujer andina. Se trata de una tela rayada con colores en la que la madre envuelve a su wawa y la carga en su espalda o regazo. La lliclla es la representación de la supervivencia, el tesón, la ternura, el amor y la tradición. La mujer que llega de los Andes a Lima puede ponerse un jean y un par de zapatillas para salir a ganarse la vida, pero lo último que dejará de usar es su lliclla.
Meche creó una cartera que considera su más grande logro. La llamóLove Bag. En el momento en que ella lanzó esa pieza al mercado de la moda no existían carteras con telas andinas. Meche está consciente de que creó una tendencia que se ha ido esparciendo hasta multiplicarse a gran escala. Hoy en cualquier mercado artesanal del Perú se encuentra la Love Bag. Lo peruano regresó al Perú profundo en clave contemporánea.
Ha pasado el tiempo y Meche se ha consolidado. Es un referente de la moda peruana. Hoy me muestra una organza de seda en la cual ha pintado los dibujos que siempre vimos en las puertas y costados de los retablos ayacuchanos. Es un chal, una estola. Es Meche y sus ganas de darle la vuelta a la realidad, de sacarle partido al arte popular muy a su manera. Me contaba, mientras me enseñaba sus prendas, que ella es tan intensa que no podría regalar algo para salir del paso, que ella se esmera en buscar lo que sabe que a esa persona le va a hacer sentirse feliz, pues quiere llegar hasta el corazón. Y yo le pregunto: ¿No te das cuenta de que todo lo que estás haciendo aquí es un regalo para el Perú? ¿Que te estás esmerando en encontrar lo más hermoso para regalárselo, ya no a una persona, sino a un país?