Los consagrados actores Jonathan Pryce y Anthony Hopkins se ponen en la piel de Francisco I y Benedicto XVI en este histórico encuentro entre el ala progresista y conservadora de la Iglesia Católica.
Por Gonzalo “Sayo” Hurtado
En la historia del cine, ejemplos sobran acerca del acercamiento a la figura de los diversos papas tanto desde el lado histórico como de la estricta ficción. Así, en el Hollywood clásico hemos tenido representaciones rigurosas como la de La agonía y el extásis (1965) de Carol Reed, con Rex Harrison como Julio II, el “Papa Guerrero”, empeñado en ser más un estadista que un líder religioso; o la increíble posibilidad de tener a un Papa ucraniano en plena Guerra Fría en Las sandalias del pescador (1968), con el mexicano Anthony Quinn como Cirilo I. Incluso en telefilmes como Escarlata y Negro (1985), Sir John Gielgud le dio una presencia imponente a un Pio XII que guardando gran cuidado por su investidura, no era indiferente al drama de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, o también hemos visto al Sumo Pontífice en escenarios más radicales como el de El Padrino III (1990) de Francis Ford Coppola, donde el italiano Raf Vallone encarnó a un progresista cardenal que parecía emular al desaparecido Juan Pablo I, muerto en circunstancias muy misteriosas a los 33 días de su elección en medio de un gran escándalo por turbios manejos provenientes del Banco del Vaticano; llegando a perspectivas mucho más humanas como la de Habemus Papam (2011) de Nanni Moretti, con el máximo líder de la Iglesia Católica acudiendo a la ayuda de un psicólogo al no sentirse capaz de asumir su ministerio, como si fuera un adelanto de lo que pasó en la vida real, cuando Benedicto XVI renunció a su investidura en 2013. Finalmente, directores de la talla de Wim Wenders no han podido evitar el querer descifrar el fenómeno de masas que supone la devoción de millones de fieles por papas como Francisco I, a quién siguió atentamente con mirada documental a lo largo de su gira mundial en El Papa Francisco: Un hombre de palabra (2018).
Pero a pesar de todas estas representaciones, nuevos debates al interior de la Iglesia Católica han hecho surgir la necesidad de ventilarlos nuevamente desde la ficción. Las circunstancias alrededor de la elección del primer Papa latinoamericano, es una historia con más de un matiz para explorar desde el cine. Así, el brasileño Fernando Meirelles, cuyo coqueteo con Hollywood empezó con Ciudad de Dios (2002), fue el encargado de representar semejante circunstancia, con un religioso cansado y con ansías de retiro y otro, que sin apetito de poder alguno, ha traído nuevos aires a esta tradicional institución.
Juego de tronos
La historia bosquejada en dos partes, tiene una primera con los sucesos acontecidos tras el fallecimiento de Juan Pablo II y la convocatoria a un cónclave para determinar en votación la elección del nuevo Papa. En este punto, el director se regodea con el espectáculo visual que supone dicha reunión mundial de cardenales, resaltando la magnífica arquitectura de la Capilla Sixtina y apelando a un montaje dinámico para mostrar la importancia de dicha ceremonia desde los detalles más significativos que configuran una tradición recargada de protocolos y ornamentos. Entonces, la figura del argentino Jorge Bergoglio (Jonathan Pryce) es sugerida desde la humildad y la sencillez de quien no exhibe ambiciones personales, más allá de la constante prédica en su tierra natal junto a los más humildes. En la otra vereda, el cardenal alemán Joseph Ratzinger (Anthony Hopkins), se muestra más como calculador y pragmático en el ánimo de buscar los votos necesarios para ser ungido Papa y desde esa posición, dirigir los destinos de una iglesia desde la mirada conservadora frente a los vientos de cambio y las denuncias por pederastía. Los resultados son harto conocidos y ante un resignado Bergoglio por los juegos de poder que rodean este tipo de votaciones, el inicio del papado de Benedicto XVI se da mientras ocurren sucesivos saltos al pasado, en los que nos acercamos a la formación de su oponente en su natal Argentina para entender el sentido de su formación humanista e intelectual como jesuita, lo que lo lleva a identificarse con la justicia social y con las necesidades de las clases populares.
En toda esta primera parte, la historia es un fresco de sensaciones desde la mirada ambivalente a un Bergoglio maduro y seguro de sus ideas, en contraste con un joven en formación y con sus creencias en plena ebullición. La perspectiva de Meirelles por los juegos visuales son más sutiles que en sus obras anteriores, pero queda siempre la impresión que es desde este apabullamiento de imágenes que busca hacer prevalecer los conceptos alrededor de su protagonista en lugar de confiarlos más en el desarrollo dramático de actores de lujo. Así, las elipsis o saltos de tiempo se dan vigorosamente, en la idea de romper el formalismo o la tradición académica con la que este tipo de contextos suelen ser concebidos. De ello, obtenemos un estilo narrativo con vocación trepidante, como si quisiera alinearse en ese afán con los aires de renovación del nuevo Papa.
Diálogos de luz
Ya una vez que nos queda claro el perfil de este aspirante a Papa, afable, coloquial, sencillo y con rasgos mucho más humanizados que los de sus predecesores desde el gusto por el fútbol y la pizza y su calidez y cercanía al ciudadano común, vienen una serie de encuentros en el Vaticano, convocado por su otrora rival, Benedicto XVI, quien pondrá a prueba su temple e ideas para confrontarlo y cuestionarlo con el propósito de saber si podría estar a la altura de tan importante cargo. Esta segunda parte, que es un largo clímax en el que el humanismo de Bergoglio se va imponiendo sobre el tradicionalismo de Ratzinger, queda más en la retina como una suerte de estampa para los fieles en la que las posiciones más cerradas y duras del mundo clerical ceden ante la renovación y la apertura, pero suavizando el matiz de una discusión de siglos a un conjunto de sensaciones emotivas más en el ánimo del fervor popular. Jonathan Pryce y Anthony Hopkins tienen una presencia escénica incuestionable y dan en la talla de los caracteres opuestos en pugna, pero a pesar de tener a tan magníficos intérpretes frente a frente, el resultado apunta más a un derrotero concesivo y afable, en el que cuestiones medulares que han mellado la popularidad de la iglesia católica alrededor del mundo como los escándalos por pederastía, son tratados de manera somera y superficial como si solo fueran yerros u omisiones que por su naturaleza polémica, deben ser entendidos y tomados con guantes de seda para no dañar la reputación de una institución eclesiástica preocupada más por su imagen que por el fondo del asunto. Y es precisamente esa falta de autocrítica, lo que evidencia su intención de ser un vehículo que desde el carisma y la renovación del nuevo Papa, apunta a un sencillo lavado de cara.
La sensación final de Los dos papas es de transmitir un mensaje de conciliación entre ambas partes, pero que termina siendo más que una idea concreta en sí, una intención impuesta desde el universo visual de Meirelles. Ratzinger, quien en la vida real ha sido motivo de serios cuestionamientos, recibe una salida en olor de masas y es cuando se percibe más el hecho de que se trata de una historia por encargo, sin ánimo de trascender otras capas más densas de la historia verdadera y que opta por la mirada coloquial y por los chispazos de humor que despiertan los numerosos cortes de protocolo de parte de Bergoglio, para dejarnos una fábula amable y de corte familiar, pero carente de mayor huella en el recuento de personalidades papales llevadas a la pantalla grande.