Ver su obra es darse cuenta del tamaño de persona a la que ahora le decimos adiós, así como reconocer cuánto tenemos que agradecer lo que nos deja. Johanna Hamann falleció ayer, y nos queda el consuelo de que su obra permanece.
Fue directora de la Facultad de Arte de la PUCP, reconocida por su trabajo en varios países de Europa y de nuestro continente. Tuvo un doctorado en Espacio Público y Regeneración Urbana por la U. Barcelona. Fue condecorada y reconocida nacional e internacionalmente. Johanna destacó como artista, académica y docente, pero sobre todo por nunca cambiar su mirada crítica por una de complacencia.
Creyente de que el arte debía pertenecer a todos, en un sentido de acceso y democracia, llevó su visión a su trabajo en escultura y en investigación. Suyo es “Leguía, el Centenario y sus monumentos. Lima: 1919-1930”, libro que explora y analiza el arte público surgido del centenario de la independencia bajo una mirada que sin descuidar lo estético se preocupa de las formas en su contexto social y político, así como del significado de esta herencia en la ciudad. Sus palabras parecen pedirle a la política que respete a la belleza, que es una forma de pedirle respeto por aquello que nos configura como humanos. Suya era la visión hermosa de los artistas como constructores de lo urbano, y del arte como mecanismo para evitar la construcción de espacios que nieguen la urbe como punto de encuentro.
En sus esculturas se podía encontrar más de esa misma preocupación enfocada a temas más íntimos. Una delicadeza de formas que responde a los sentimientos apoderándose del cuerpo. Esculturas que niegan una dualidad entre espíritu y materia y testifican, para quien quiera verlo, que el cuerpo mismo puede estar hecho de espíritu puro. Un cuestionamiento constante de toda doctrina o costumbre, las ganas de poner los dedos sobre aquello que se escapa cuando intentamos conceptualizar. El suyo es un trabajo que se mueve en el espacio donde ocurren las conexiones. Invisibles puntos de encuentro donde de repente entendemos, transformados en expresiones de cuerpo hechas tótem. Como reconoció ella misma, «lo que el artista hace más o menos es ser testigo de su época».
Con motivo de su última retrospectiva, su hijo Ricardo recordó que de niño Johanna solía decirle que las esculturas eran sus hermanos, y que ver la muestra era «reunir a la familia«. Perspectiva que nos puede hacer entender la consistencia del arte cuando se desprende de quien sintió de verdad cada una de sus piezas. El placer de haber tenido a alguien como Johanna entre nosotros.