Una casa inmersa en el paisaje campestre de Pachacámac que sus ocupantes tratan de preservar. Un espíritu creativo que se impregna en la construcción original de Mario Lara y en la posterior ampliación hecha por Sofía Rodríguez Larraín. Espacios donde el arte florece. Todo ello da forma a la vida simple, austera y cálida que el pintor Salvador Velarde y la cantautora Carolina Viale siempre quisieron tener.
Por Rebeca Vaisman / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
Era el último año de la década del ochenta cuando Salvador Velarde y Carolina Viale decidieron que no podían vivir más en Lima. Un amigo cercano, Pedro Pablo Alayza, los invitó a dar un paseo de cuarenta minutos que se adentraba en el paisaje rural, para mostrarles un terreno en venta. Por esos años, Pachacámac era una suma de chacras y lotes abiertos, pistas que levantaban polvo y árboles de eucalipto y pacay. “Nosotros no lo conocíamos, era un sitio perdido pero cerca de Lima. Nos pareció una maravilla”, recuerda el pintor. Luego de vender unos cuadros con su firma y antigüedades que había heredado de su familia, se hicieron con el terreno de dos mil quinientos metros cuadrados. Estaban listos para montar su hogar.
El arquitecto Mario Lara era amigo suyo y les ofreció diseñar la casa. Se trata de una construcción en quincha, de caña chancada con palo de eucalipto y tarrajeada con cemento. Tiene techos de triple altura y pocos espacios, pero muy versátiles: un hall principal y dos habitaciones –una de ellas con altillo–, que actualmente son un espacio de exhibición, un cuarto de música y el estudio. La intención de Lara era agregar, eventualmente, dos corredores laterales que generen más habitaciones. Esta parte del proyecto no se concretó. Sí se hizo en el patio posterior una rampa de piedra con inspiración precolombina, un saludo a las ruinas cercanas.
Hace tres años vieron la necesidad de ampliar la casa, ya que sus habitaciones se compartían con la Escuela Declara, una iniciativa educativa fundada por la pareja de artistas. Clases, exposiciones y recitales también han sido parte de la vida diaria, y aunque aportan un espíritu único a la casa, el espacio quedó chico para la pareja y sus tres hijas. Eligieron a Sofía Rodríguez Larraín por la amistad que les unía, pero también por sus técnicas de construcción. La arquitecta planteó una edificación de dos pisos que se ubica sobre un terreno angosto (de ocho por veinte metros, aproximadamente) en una lateral del patio, que se alineaba con los muros existentes para no romper su simetría. La intervención también es en quincha, pero con una técnica distinta: la estructura está hecha de vigas y paneles de madera, en cuyo interior va un tejido de caña, y el conjunto está revestido con barro y paja. “Es una técnica flexible y, por eso, es sismorresistente; además, está hecha de materiales naturales, no contaminantes y reciclables. Y el ambiente es más controlado climáticamente: más fresco o cálido, dependiendo de la estación”, describe Rodríguez Larraín.
Espacios vitales
A la nueva casa se accede a través del patio, pero también tiene una entrada independiente para asegurar la privacidad que la familia necesitaba. En la primera planta, se diseñaron los dormitorios y un baño seco (que no utiliza agua y es ecológico), y en la segunda, se encuentran la sala de estar y una cocina con comedor de diario. Es ahí donde se reúne la familia completa para desayunar. Completa, pues lo hace bajo el óleo en gran formato donde el pincel del padre evoca al pequeño Julián, que dejó de jugar en la maleza de Pachacámac para internarse mucho más allá, en un lugar más frondoso, más profundo. Su ausencia también forma parte de esa naturaleza con ciclos, con tiempos, que la familia ha aprendido a comprender y a abrazar.
“Aquí hemos vivido diez años sin electricidad”, dan cuenta Salvador y Carolina. La vida al interior de su casa se organizaba siguiendo el equilibrio del entorno: se acostaban temprano y se levantaban al alba. El pintor acondicionó los horarios del taller a la luz del día. Era una vida simple. “Nos acordamos de esa época como una de las mejores”, asegura él con nostalgia. Tras la casa pasa un canal de riego y, hasta hace unos años, se abría un bosque de árboles de pacay, plátanos y manzanas. Sus hijas jugaban entre las plantas y se lanzaban al canal para dejarse llevar por la corriente. Así crecieron. “Descubrimos que moverse al ritmo de la naturaleza era una vida sanísima, perfecta y feliz”, agrega Salvador, sonriendo con el recuerdo. Pero la ciudad supo alcanzarlos. Un día, llegaron las máquinas y arrasaron con los frutales. Levantaron un muro. “Para nosotros fue atroz”, se lamenta Carolina. Y, sin embargo, la ciudad está en cada uno, como escribía el poeta griego Kavafis, y es imposible dejarla ir: es un dilema al cual aún se enfrentan. Después de todo, ellos también construyeron en medio del campo. Pero su necesidad de reclusión se entiende, así como su deseo de buscar “lo más cerca que existe al paraíso”. Solo unos pocos lo encuentran.
Artículo publicado en la revista CASAS #244