Nadie es inmune a Paracas. Nadie es indiferente a este lugar en el que, en los días más crudos, llueve arena como un azote que solo calma la noche. Este es un breve recuerdo de la nostálgica historia de uno de los balnearios más emblemáticos de nuestra costa.
Por Enrique Delgado y José María López de Letona
Es quizá por esa mezcla de inhóspita belleza y soledad que los antiguos peruanos asentaron en Paracas, hace casi tres mil años, una ciudad dedicada a sus muertos con cabezas deformadas. O tal vez fue esa lejanía tranquila, llena de parihuanas, la que animó a José de San Martín a poblar su bahía con 35 naves y sus playas con más de 4 mil hombres sedientos de libertad y gloria, aunque también de sangre.
Resulta paradójico que para hablar del Paracas moderno haya que remontarse a mediados del siglo XIX, cuando la Compañía Administradora del Guano comenzó a explotar el oloroso producto de las islas e instaló un pequeño embarcadero al sur de Pisco, casi en la boca de la bahía de Pisco. Transcurrieron los años y nadie le daba mucha importancia al sitio, hasta que una ventosa tarde de los años treinta, José Álvarez Calderón se aventuró a ir un poco más allá.
Aficionado a la pesca, pero sobre todo hombre inquieto y visionario, le pidió a un viejo pescador conchero que lo llevara a ver el sitio donde estaban las mejores piezas. Muy atrás quedaron sus pensamientos de arquitecto y creador de los portales de la Plaza de Armas y del Hotel Country, mientras el bote cruzaba una ensenada, hasta que se detuvo en una especie de lengua de agua que se internaba en el desierto, casi como lamiendo la tierra firme, calcinante, bajo el inclemente sol del tablazo.
Allí empezó todo. A Álvarez Calderón le gustaba, por sobre todas las cosas, navegar. Salía en su velero desde el Yacht Club de La Punta, y sus travesías muchas veces lo llevaban hasta Pisco, donde su familia, concesionaria del ferrocarril, tenía una casa.
Pero una cosa era ver el sitio que le mostró el viejo pescador desde el mar, y otra desde la tierra. De regreso, hincado por la curiosidad y una corazonada, siguió una trocha que cruzaba el desierto.
Llegó de la forma en que dicen los conocedores que hay que llegar a Paracas: en una tarde en la que el viento y la arena lo llenaban todo en una paraca. Era cierto: el desierto y el mar se fundían en un beso donde no quedaba claro qué era mar y qué era desierto. El arquitecto supo que había encontrado su lugar en el mundo.
Decidió entonces construir una casa en el extremo más alejado de la bahía, y sus amigos y compañeros de navegación, los señores Balshaw y Custer construyeron las suyas, diseñadas por él, un par de cuadras más allá. Al otro extremo de la bahía, los tres se asociaron con los Sutter, el francés Henri Funerau y los peruanos Ernesto Raffo y José Panizo Vargas para construir un hotel.
Así nació el emblemático Hotel Paracas, en el que Álvarez Calderón reafirmó lo que ya había creado en su casa: el estilo Paracas. Se trataba de una idea atrevida, una adaptación muy personal al desierto iqueño de la arquitectura de las islas griegas, con grandes casas de un piso, siempre blancas, y esos arcos grandes tan característicos. El sello lo daban los patios empedrados y los techos ligeros armados con caña traída desde Guayaquil. Sus líneas eran muy sencillas y sus materiales rústicos: como si no quisiera alterar con la mano del hombre un lugar sagrado.
El arquitecto, con sus amigos Balshaw y Custer, planearon y desarrollaron la urbanización donde se creó el balneario. Álvarez Calderón iba todos los veranos con su familia. “Desde fin de año hasta el último sábado de marzo, porque los niños volvíamos por el colegio,” refiere su hija, Carmen Álvarez Calderón de Ferreyros.
La casa que el arquitecto construyó para su familia era una amplia, bonita y funcional, perfecta para aislarse del mundo. Además, tenía afloramientos de agua dulce, que creaban en los alrededores de la casa piscinas naturales para que los niños se bañaran.
El arquitecto navegaba durante el día y dedicaba las noches a trabajar. “Es el momento en que encontraba su inspiración”, explica Carmen de Ferreyros. “Era una persona excéntrica, tremendamente activa y que necesitaba muy pocas horas de sueño: con dos o tres al día bastaba”. Además, le gustaba mucho la carpintería y construía pequeños botes para probar en la bahía (se tuvo que deshacer del velero que por muchos años lo acompañó en La Punta, pues había poca profundidad para la quilla en esas aguas).
“Mi tío era una persona muy especial”, cuenta su sobrina, Ana María Álvarez Calderón de Olaechea, quien disfrutó del lugar en muchas ocasiones siendo niña. “Metía una burra al agua para espantar a los pastelillos, para que pudiéramos entrar. Y para bañarnos sin que nos picaran cuando no estuviera la burra, nos enseñó un truco: remover con un palo las aguas delante del sitio que fuéramos a pisar”. Refiere Ana María que además de botes, construía muchas cosas, “era todo un hombre del Renacimiento”. Lo describe como “guapo, distinguido, personalista, con un gran sentido artístico. Como tantos grandes creadores –agrega–, no siempre era fácil”.
No le gustaba figurar ni tampoco la propaganda; tal vez por eso huía del bullicio de las fiestas del verano limeño de la época a la soledad absoluta de esa bahía con apenas tres casas, donde la más lejana de todas era la suya y en la que, durante semanas, no se escuchaba a nadie que no fueran los pescadores. Cuenta Carmen que ni siquiera guardaba copia de sus planos una vez terminadas sus obras: ciertamente, no se ha encontrado ninguno en su casa.
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