La gastronomía arequipeña tiene una marca que la identifica por sobre todas las cocinas del Perú: es una cocina hecha y resguardada básicamente por mujeres. Pero también es una cocina democrática, mestiza, sincera y, sobre todo, volcánica, como el espíritu que anima a esta tierra de picantes y picanterías*.
Por Raúl Vargas / Fotos de Santiago Barco
Arequipa es heredera de una tradición española que conoce la estrechez castellana, extremeña o vasca. Lo es también del mundo quechua y aimara, de gran sabiduría gastronómica por la crudeza de las alturas, los climas y las sinrazones del tiempo. De allí la severa casona que alberga y ofrece los platos del día a quien toque la puerta, pariente o forastero.
Desfile ordenado y placentero que sabe hacerle la corte a cada producto labrantío y darle compañía armoniosa con adornos de verduras, cóleras de ajíes pendencieros, firuletes que sabias manos han traducido en panecillos, rellenos y envoltijos sabrosos y ahorradores, salsas hijas de los batanes y yerbitas que, como el huacatay y el sabio maní pequeño, le dan capa a las papas multiplicadas con ocopa.
Evoco picantes transgresores, ajiacos vivaces, caucáus marineros, cuyes rendidos pero no vencidos, caiguas rellenas y pudibundas, tiernos niños envueltos, perniles de cordero montaraz de las serranías, rocotos que copian al Misti en su blancura, gracias al queso, y en su revuelto carácter del picor volcánico del rocoto.
Su majestad, el camarón
No confundirse: el camarón es el premio mayor de una cocina que parte de las sopas robustas y pletóricas, rendidoras en su homenaje de cada día, con sus afanes e hidalguías, de las carnes prudentemente repartidas –malayas, chicharrones, costillares, patitas, interiores–, de las papas y choclos calatitos que llevan sello de escribano, falditas de cebolla y rubores de tomate, o esplendores calculados de solteritos proverbiales.
Toda comida en la tierra, en primer lugar, aspira a ser constante, multiplicadora de panes y peces; es decir, repartidora igualitaria, y sabrosa partiendo del principio cervantino de que el mejor condimento es el hambre. El lujo, el derroche inspirado y colorido, la abundancia que suele reflejar fiesta, patrocinio y pitanza la da, a no dudarlo, el camarón, que es una suerte de paniaguado, coloradote calavera y aspirante a monseñor levantisco y gozoso.
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El camarón es un montonero que, merced a la revolución de los ríos y esteros, ha tomado el poder en los chupes, los guisos, los canapés, las danzas y contradanzas de la verbena del sabor. Amo y señor de la picantería y el festejo, el camarón no es, sin embargo, el único motivo para enorgullecerse de la gastronomía arequipeña.
Se ha citado muchas veces ese dicho atribuido a un chef francés: “El Perú es un mendigo sentado sobre un chupe de camarones”. Habría que decir, respecto a todo el conjunto de la cocina y el fogón arequipeños, que todo este muestrario es un enciclopédico esfuerzo por hacer de la necesidad un banquete y de la compañía de las familias, los hombres y mujeres del campo, la laboriosidad del arequipeño, una democrática alacena de la inventiva y el buen gusto.
La picantería: la plaza de armas del sabor
Pero, al mismo tiempo, frente a la discreción del condumio cotidiano y familiar, Arequipa forjó un rincón que fuera ventana frente a la campiña, campanario que anuncia la fresca chicha, los ardores del rocoto y la rotundidad del cerdo o el cordero santificado, campo de batalla unísona y luminosa del contento con el prende y apaga, las luces del picante y la explosión del júbilo compañeril y labrantío.
Ponerse de pie que hablamos de la picantería, el señero lugar plebiscitario, democrático, centro donde se hermanan los señorones y los chacareros, los estudiantes traviesos, las damas alegres, los políticos levantiscos y los guardianes de la tradición musical y gastronómica, los escribanos sempiternos, los médicos de narices rojas y los piadosos en insólita escapada.
La picantería es el toque de alarma, la llamada perentoria del convivio, el placer, la conversación y el grito ancestral del yaraví, Melgar y los Dávalos. Desde las 4 de la tarde hasta el anochecer, voces templadas por el anís se dejarán oír sentando las bases del jolgorio: “¡Arequipa… a… a… a… A!”.
Dejemos en lo alto de estos pendones nombres de antología picantera: Los Geranios, de Angélica Aparicio Munisaya; El Sol de Mayo, de Celmira Cerpa Rodríguez; La Escondida, de Peregrina Chávez Delgado; La Capitana, fundada en 1899 por Trinidad Chávez; La Nueva Palomino, de Irma Alpaca Palomino; Sabor Caymeño, de María Meza Cárdenas; El Yaraví, de Alberto Rodríguez Chávez; La Lucila, de Lucila Salas de Ballón; La Mundial, de Alberto Valderrama Pérez; La Manuelita, de Marilú Verapinto de Tapia; La Cau Cau, de Velmy Villanueva, y La Cau Cau II, de Saida Villanueva.
Honor a esa sabiduría de linaje, vitalidad y empaque volcánico.
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*Artículo originalmente publicado en la edición 2 de la revista Festín.