En una carretera arequipeña hacia la costa, con su esposa Lucía y mi madre, Carlos Amat y León me hablaba de la importancia de la fotografía en un país con pocos registros. También de un capitalismo horizontal, donde el dueño y el obrero se comuniquen y compartan intereses. Escuchaba con atención mis opiniones, y yo tenía 12 años. “Ojalá algún día te interese la fotografía” dijo, con su voz tranquila, mirando por la ventana los valles cercados por desiertos.
Por Diego Molina
¿Por qué a un agrónomo, economista, asesor internacional y ex ministro de Estado le interesaría compartir su visión con un adolescente? Me pregunté después de esa conversación. Y la respuesta es que Carlos tenía fe. Fe en las nuevas generaciones, en un país donde lo técnico, lo ético, lo equitativo y lo eficiente sobrepasara la bulla de las divisiones, muchas veces, imaginarias.
Sus años en la Universidad del Pacífico atestiguan esa convicción. Imposible contar cuántos estudiantes han sido transformados por su conocimiento de un Perú que investigaba y trabajaba. Carlos fue ministro de Fujimori en 1990 y de Valentín Paniagua en el 2000. Es decir, en las antípodas políticas, su temperamento y disposición prevalecía. También una característica de la que hemos perdido señal: su integridad. ¿De qué antigua mística hablamos? Uno pregunta en el Perú de crisis y corrupción.
La integridad debería ser lo más básico en una persona. Alguien en quien se puede confiar, que no traiciona sus convicciones. Porque su palabra lo representa. Así era Carlos y sus decisiones y amigos lo atestiguan. Yo creo que él pudo generar riqueza y poder con su experiencia. Esas prioridades desde Chota hasta San Isidro. Eso no le importaba. Porque había algo superior. Ese es el punto.
Su muerte ocurrió este 29 de julio, el día después de 201 años de la independencia. “No es cómo llegamos al bicentenario, si no cómo el bicentenario es un punto de inicio de una nueva visión de país y de una nueva manera de gobernarlo” escribió. Así como podía ser filosófico, podía aterrizar en formas para que los ministerios no abandonen a los gobiernos regionales en el cinismo y el robo. También destacó la convivencia del agro, la minería y el turismo con una visión de 40 años.
Carlos dejó varios libros. El más conocido es “El Perú nuestro de cada día: nueve ensayos para discutir y decidir”, en el que muestra su profundo conocimiento de nuestra heterogeneidad cultural y geográfica. Estaba escribiendo uno nuevo. Su publicación es necesaria, en un país urgido de registros e investigaciones. Porque las fuentes para leer nuestra realidad, lejos de los estereotipos de izquierda y derecha, son nuestros propios investigadores y ejecutores.
Ante los homenajes formales de la prensa, este adolescente, 32 años después, se considera mejor persona gracias a él. Ese también sería el destino de sus alumnos: profesionales que aplican lo que Carlos Amat y León llamaba, entre lo rural y lo urbano, entre la minería y el agro, “la concordia.”
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