Cualquiera que haya asistido hace unos días a una nueva versión de la fiesta de recaudación de God’s We Deliver –una organización que se encarga de llevar comida a enfermos en Nueva York–, celebrada con veraniego esplendor en la nueva casa de Calvin Klein en Shinnecock Bay, en los Hamptons, podría haber pensado, con justa razón, que se encontraba a orillas del paraíso. Pero quejarse de este maravilloso sitio en la punta este de Long Island es un deporte común entre sus habitantes. Que el tráfico desde Manhattan es infernal. Que uno puede pasar seis horas en la Montauk Highway tratando de llegar de Bridgehampton a Amagansset. Que donde antes estuvo la mejor panadería del lugar ahora se levanta una nueva boutique. Que cinco millones de dólares apenas alcanzan para un “cottage” en Further Lane. Que es imposible encontrar una mesa en cualquier restaurante a las ocho de la noche… Y así, la letanía de lamentos parece interminable. Pero este año parece estar más justificada.

Según “The New York Times”, los precios de las propiedades en los Hamptons han caído en un 9%.

VACACIONES SIN DESCANSO

Los Hamptons, una serie de pueblecitos que comienzan en Southampton y terminan en Montauk, eran considerados hace una década el sitio inevitable para las vacaciones de magnates de Wall Street y celebridades del cine y la moda. En los últimos años, sin embargo, el perfume de este volcán de glamour estival se hizo irrespirable.

Cualquier noche de fin de semana, el ruido, la fiesta y el tráfico se hacen difíciles de soportar. A la salida de Nick & Toni’s, East Hampton Grill, The Palm o cualquiera de los exclusivos restaurantes de los Hamptons, una multitud vestida en camisas de lino, túnicas floreadas o altísimas sandalias de Jimmy Choo se tambalea buscando su Uber, una compañía que estuvo dos años ausente de los Hamptons enfrascada en una pelea con las autoridades y aquellos interesados en la conservación del “espíritu” del lugar.

La casa de la modelo y actriz Christie Brinkley está a la venta por 29 millones de dólares.

Esto último es materia de amplia discusión. Sin duda, el “espíritu” ha cambiado desde los años cincuenta y sesenta, cuando una larga lista de artistas –Jackson Pollock, Willem de Kooning, Andy Warhol, Ross Bleckner– compartían graneros o cottages convertidos en talleres de arte con granjas, establos y una que otra mansión. En los ochenta, y especialmente en los noventa, todo se hizo más chic y lujoso, más caro y más exclusivo, y, para cuando llegó el nuevo milenio, tiendas como Tiffany & Co., Saks Fifth Avenue y Ralph Lauren comenzaron a alinearse por las avenidas de East Hampton.

La gota que rebasó el vaso llegó a fines de los noventa, cuando el multimillonario Ira Rennert construyó una mansión de 110 millones de dólares inspirada en Versalles –ahora valorada según “Forbes” en 500 millones–, considerada durante años la residencia privada más grande del país, con seis mil 200 metros cuadrados construidos frente al mar, veintinueve dormitorios y más de treinta baños. Desde entonces, como le dirá cualquier ‘hamptonite’ de toda la vida, las cosas han ido de mal en peor. En 2017, muchos neoyorquinos prefieren ir al North Fork –la península norte de Long Island donde, entre otros, Anna Wintour tiene su casa de verano–, Nantucket, Martha’s Vineyard, Block Island, Hudson Valley, o cualquier otro lugar que les ofrezca un verdadero descanso de la agitada vida que llevan en la ciudad.

Los Hamptons han dejado de ser un lugar para descansar y admirar la naturaleza, pues ahora convoca a jóvenes que llegan para gastar su dinero en fiestas.

¿DÓNDE ESTÁ MI HELICÓPTERO?

Eso no significa que ya nadie vaya a los Hamptons. Todo lo contrario. Hordas de turistas ocupan cada habitación en los pequeños Inn, grupos de jóvenes arriendan casas en la playa en Airbnb, y la lista de espera para tener la oportunidad de pagar casi 300 dólares por los once platos del menú fijo de EMP Summer House –el restaurante pop-up del excelente Eleven Madison Park en Manhattan– es interminable.

Si bien antes era todo un privilegio, ahora cualquiera con 400 dólares puede realizar un vuelo de media hora sobre los Hamptons.

Uno de los mayores temas de conflicto en los Hamptons este año son los helicópteros. Y aunque esto podría sonar a problema del 0,0001%, no deja de ser desagradable sentir el sonido de las olas y los grillos sofocado por el de las hélices en el cielo, sobre todo si uno está pagando 200 mil dólares por el arriendo mensual de una casa de cuatro habitaciones en Water Mill. El problema no es nuevo. En 2015, los vecinos de East Hampton consiguieron poner un límite al tráfico aéreo desde y hacia el pequeño aeropuerto legal, molestos por jet privados y helicópteros que volaban sobre sus cabezas a cualquier hora del día y de la noche. Esa orden fue levantada en noviembre pasado, y ahora las compañías de helicópteros que viajan de Nueva York a los Hamptons están operando sin mayores restricciones.

Por Manuel Santelices

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