Un selfie para el Insta. Una foto rápida con el productor y, sobre todo, el producto. Que vean que lo tocamos, lo conocemos, lo “redescubrimos”. Que nos veamos amigos. Integrados. Chefs, influencers, hasta periodistas gastronómicos: la instantánea efímera que cuenta que estuvimos (¿lo hicimos realmente?), pero que revela muchas veces un compromiso superficial que no se ve reflejado en el día a día ni en conexiones a largo plazo. La idea del farm to table o del campo a la mesa en Perú no funciona de igual a igual como en otros países, sino que muchas veces se tiñe de paternalismo y del “yo soy el capitalino que te va a ayudar”. En un país biodiverso como el nuestro, el concepto suena maravilloso; en un país con problemas de entendimiento a todo nivel, la intención ¿va más allá de la foto?
Por Paola Miglio / @paola.miglio
La alianza cocinero-campesino se plantea con tres casos de éxito en el libro publicado por la desaparecida Sociedad Peruana de Gastronomía, Apega, El Boom Gastronómico Peruano al 2013: el mercado de Huancaro en Cusco (que aún existe), el caso del café Tunki del productor puneño Wilson Sucaticona que en 2010 logró ser el mejor café del mundo para luego diluirse entre brillos en forma de cooperativa (hoy Sucaticona ha vuelto a cultivar, con bajo perfil, en Alto Lagunillas, un café excepcional que ya no llama Tunki y que vende a Japón y Estados Unidos, en lotes muy reducidos); y los productos orgánicos, anotando que “éramos líderes en producción y exportación” (según el informe EU Agricultural Market Briefs, entre 2018-2019 fuimos el quinto exportador de productos orgánicos a Europa). La intención estaba. El gremio gastronómico había decidido promover cadenas alimentarias inclusivas desde la fundación de Apega. Para el sociólogo Nino Bariola, que lleva varios años estudiando el fenómeno gastronómico en Perú, durante la primera mitad de la década de 2000, hubo muy poca atención a los productores: en esos años, se puso la mirada mucho más en el insumo como tal. Es recién hacia finales de esa década que los cocineros comienzan a dirigirse al trabajo de los productores y a concebirlos como “guardianes” de la diversidad: “Inicialmente se pone poco énfasis en el trabajo de los campesinos. Los chefs en esos años se centran en la riqueza de los productos y la variada despensa del país. Expresión de ello es que se habla del ‘descubrimiento’ de los productos, como si no hubiese personas que los consumían y trabajaban antes”. Bariola agrega que “En realidad, eran productos e ingredientes que desconocidos, ninguneados o minusvalorados en la capital. Pero la curiosidad de consumidores y chefs foráneos por esos productos y por sus condiciones de producción abrió un camino para que varios cocineros comenzaran a prestarles más atención, aunque muchas veces no queda claro si fue (y es) solo por motivaciones cosméticas y de marketing o si responde a una intención política de combatir las desigualdades de nuestro sistema alimentario”.
No todo es blanco o negro. Si bien no hay razones para poner en duda que la movida nace de las buenas intenciones (de lo que está plagado el mundo), poner en marcha este plan en un país tan complejo como el nuestro no fue tarea fácil, sobre todo si el compromiso se asumía como político. Para establecer verdaderas alianzas con los campesinos es necesaria la inversión de tiempo y dinero. Para Bariola, como para muchos de los que vemos en retrospectiva el asunto, salvo casos contados con los dedos de las manos, el tema se ha manejado de una manera superflua y lo que realmente ha impactado, lo ha hecho a paso lento. ¿Cuántos cocineros creen ustedes que basan sus menús o cartas realmente en la compra directa al productor versus cuántos solo lo proclaman en su redes sociales y entrevistas?
La gradualidad del cambio
En qué medida entonces el productor es un actor legítimo de esta historia en particular, un aliado o solo un aporte a una moda global de la que hay que sacar provecho. Si repasamos viajes, conversaciones con agricultores y actitudes de algunos chefs que no cumplen con cadenas de pago y promocionan el comercio justo (esto ya se daba en épocas prepandémicas), entre otros, la incertidumbre ha ido creciendo con el paso de los años y la inquietud se ha convertido en el “gran elefante en la habitación”. Si vamos a la práctica y analizamos el desarrollo de productos específicos, la puesta en vitrina del productor y su insumo sí han surtido efecto. “Hay casos donde el nivel de vida de los campesinos ha mejorado de forma significativa -la quinua, el cacao y algunas variedades de papa, por ejemplo-. El Banco Mundial toma como caso de éxito el incremento del consumo de papas nativas en el país. Pero también hay que ser conscientes de lo complicado que es el tema, porque lo que ocurre con ciertos productos es que cuando la demanda crece se generan otro tipo de problemas, como monocultivos, deforestación o se saturan los mercados por sobreproducción. Se pueden incrementar los ingresos y las condiciones de vida de los campesinos, lo cual en sí es un logro extraordinario, pero no hay que ser ciegos a las implicancias sociales, económicas y ambientales de estos procesos”.
Abrir mercados para productos no siempre es la respuesta para todo y es imposible pensar que se puede hacer para más de tres mil tipos de papas. El cocinero puede apoyar, pero, ¿cuánto más allá de la exposición o de la generación de intriga y curiosidad puede aportar? Son pocos los que conservan conexiones reales y si vamos a sincerarnos, fueron ellos los que asumieron, en parte, el protagonismo. Perú no es un país cualquiera en lo que respecta a lo gastronómico y los chefs tienen un rol político que buscaron colectivamente. Si se asume ese reto, es lógico preguntarse cuál es el lugar de lo campesino en su discurso, sobre todo si parte de ese discurso se basa en la importancia del mestizaje, la justicia social y la cocina como herramienta de cambio. ¿Pueden solos? Imposible. Un restaurante, sobre todo de “alta cocina” (muchos de los cuales basan sus conceptos en estas alianzas), maneja muy poco volumen de producto; por eso había que hacerse de apoyo Estado para fomentar dinámicas colectivas de compra constantes y que se mantuviesen en el tiempo. “Asociarse para comprar productos en determinados lugares o comunidades. Establecer una lógica institucional que abra espacios para roles más preponderantes y consistentes para los campesinos. Esa era en parte la visión original del Gran Mercado de Mistura, por ejemplo. Y si, como se planeó originalmente, no hubiese sido itinerante, sino permanente, hubiera sido realmente revolucionario”, anota Bariola. El mercado derivó en lo que hoy conocemos como las Agroferias Campesinas, que se mantienen a menor escala, con harta lucha y gracias a consumidores en los que ha calado el discurso y que entienden que pagar muy poco por productos increíbles no es lógico. Para la crítica gastronómica María Elena Cornejo, quien vio nacer Apega y acompañó el desarrollo de esta iniciativa, los reales cambios demoran, los logros y concreciones no se dan rápidamente: “Mira hace cuánto tiempo hablamos de igualdad. No se pueden descartar avances importantes. En la pesca, por ejemplo, desordenada y con cero real regulación, solo para favorecer a grandes empresas, han calado bastante bien los temas de las vedas y las tallas mínimas, tanto en cocineros como consumidores. Son cambios lentos, pero irreversibles”.
Natalia González, antropóloga que trabaja hace 15 años en Tarapoto con pueblos originarios ve un impacto potente y directo en las comunidades con las que desarrolla proyectos de cerámica utilitaria. “Las ventas dan para cubrir necesidades básicas, cosa que en la selva es un lujo. Hablamos de comprar paja para renovar los techos cuando hay una fuerte temporada de lluvias, mandar a estudiar a los hijos a Moyobamba o ayudarlos con sus estudios en Lima, comprarles una computadora. Se perciben cambios tangibles, sobre todo cuando trabajas con mujeres que son las que reinvierten los ingresos y lo que ganan en el grupo familiar (licúan más del 70% de la entrada en el desarrollo de sus familias)”.
Visibilizar, visibilizar y visibilizar
Si se quiere tener un impacto real, hay que trabajar en una cadena sostenible que arranque con el entendimiento entre cosmovisiones. Hay una parte que es visibilizar, porque lamentablemente nadie sabe quién es quién, pero el trabajo no sirve si no hay acompañamiento y una articulación comercial. El convenio de desarrolla ente dos extremos que viven realidades distintas, con códigos diferentes. “El reconocimiento es solo un 30% del camino y 70% es cooperar para que se pueda vivir de la venta. Si hay solo foto, el impacto no es real, es abuso. Y no te pases, ¿dónde está entonces el beneficio para el productor?”, reafirma González. Y es entonces cuando se añade otro elemento a este complejo escenario: la validación de los insumos o productos y productores en el escenario gastronómico está hecha, principalmente, por cocineros hombres blancos: “Las alianzas farm to table—anota Bariola—, fueron pensadas en países con otro tipo de condiciones sociales de producción. El intenso racismo de la sociedad peruana es parte constitutiva del sistema alimentario. En el Perú se celebra la diversidad, pero no se reconocen las desigualdades raciales y étnicas”. Y, agrego, cuesta asumir los privilegios.
Esa parte de la historia que vale la pena no ha pasado de un día para otro. Ha tenido que lograrse primero un reconocimiento de culturas mutuo para encontrar puntos en común y que se pudiesen concretar negociaciones y diálogos. Ponerle valor a un producto, conocer su realidad e interiorizar que no todos vivimos de la misma manera. La alianza demanda esfuerzo, y no necesariamente el aporte viene desde lo público. Por eso es que mucho de lo efectivo se trabaja en silencio o desde una mirada más privada y sin condescendencias. El recurso de la foto es solo la anécdota de una problemática de la que no hemos podido hacernos cargo por completo pues tendemos a romantizar la gastronomía. Idealizar la vida en el campo. Creer que con una instantánea aportamos y el trabajo ya está hecho. Se nos han vendido cosas que no se pueden hacer. Se tuvo la oportunidad de cambiar la visión de lo rural en el Perú, pero aún seguimos tropezando y no sirve, como anota Cornejo, que los más industrializados se suban al carro de la agricultura familiar cuando hay vitrina. A esto se suman dos retrocesos enormes, la pandemia y que las nuevas intenciones no vienen acompañadas por políticas del sector gobierno: no hay infraestructura ni conectividad adecuadas. Si no existe una política de Estado que priorice esto, no vamos a avanzar. Tampoco si no reconocemos que esta alianza es política (no solo educativa) y que siempre lo fue.
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