¿Saben cuántos ajíes tiene el Perú? ¿Cuántos conocen? ¿El ají amarillo y el limo son los únicos que encuentran al abrir la refrigeradora? ¿Cuántos usan en los restaurantes que frecuentan? ¿El último descubrimiento que han hecho es el charapita? Con frecuencia escuchamos decir que los ajíes son parte del ADN del peruano y, que, sin ellos, la cocina peruana no existe. ¿Cuánto de eso es cierto y cuánto puro floro?
Por Paola Miglio / @paola.miglio
Base casi todos nuestros guisos; infaltable en la preparación del llamado plato bandera, el cebiche; acompañamiento justo de menestras y granos; esencial en el caldo de gallina; el ají, furioso, picoso, arrebatador, recorre nuestra cocina desde tiempos inmemoriales, es motivo de orgullo y generó la frase sacapecho: “yo soy peruano, picante, aguanto todo” y todas sus variantes (cosa que es mentira, por cierto). Pero el globo se nos pincha cuando vemos las cifras. No, no somos tan ajiceros como pensamos (según Agronoticias, si hablamos de Latinoamérica, para 2020 el consumo per cápita anual en Perú alcanzó solo cinco kilos, mientras que México consume más de 8 kilos per cápita al año); y lo que exportamos no son necesariamente variedades nativas (páprika, chile ancho, habanero, bell pepper), las nuestras se quedan en casa y solo conocemos unas cuantas.
Roberto Ugaz, profesor de agroecología y recursos genéticos y director del Programa de Hortalizas de la Universidad Nacional Agraria La Molina (UNALM), cultiva más de 300 variedades de ajíes. El proyecto Ajíes de Perú, que maneja hace ya varios años, no es cosa nueva, pero sí de lento avance. Con todo el tiempo que tiene, la recepción debería haber sido masiva, pero así somos, sobre todo los limeños, “curiosos primero, luego mucho floro y poca acción”. Ugaz también se encuentra trabajando para lograr la primera denominación de origen de un ají en Perú, el mochero. El camino es complejo, pero tiene esperanza.
El tema de ají es solo un ejemplo de cómo algo de supuesta gran aceptación y uso, encuentra dificultades para insertarse en el mercado. ¿Se imaginan el resto de insumos? Como decíamos en la columna anterior, más allá de la papa y la quinua, o de los productos de agroexportación que ni vemos porque todo se va fuera, la aceptación masiva de un insumo nativo no es cosa fácil. “Un proyecto como el nuestro -indica Ugaz-, tiene varios objetivos: estudiar y hacer conocer la diversidad de los ajíes para ayudar a desarrollar mejores cadenas de valor que integren al pequeño agricultor, con la hipótesis que solo en un mercado que consume se puede garantizar la siembra en la chacra. Pero aparte, tenemos una colección de germoplasma, la más significativa de semillas. Y cuando se trata con germoplasma, la semilla hay que trabajarla cada año, es una labor inacabable. Este año vamos a hacer por primera vez un análisis genético de 300 ajíes peruanos con un proyecto belga y ONG sueca: estudiaremos el ADN de 300 variedades y haremos la primera clasificación con base genética, cosa que no existe”.
El ají no es un alimento básico, nadie se muere por no comer ají, pero lo cierto es que sí forma parte de nuestra cultura y es alimento central de nuestras preparaciones. Ahora, como dice Ugaz, no es realista pensar que la gastronomía garantizará la biodiversidad por sí sola, es importante reconocer los límites, que muchos, por la emoción, borramos de un plumazo cuando se habla de cocina peruana. Es importante que los restaurantes compren más ají y más diversidad, pero también lo es que cocineros de todo el país se interesen en recuperar recetas tradicionales con insumos que no están en los mercados, pero sí viven en el campo. Eso es posible que sensibilice y visibilice más. El movimiento gastronómico, lo repito siempre, se ha centrado en Lima (y sigue centrado en Lima, a pesar de, por ejemplo, el valioso recetario arequipeño que sigue en justa lucha por causar mayor impacto). Damos por sentado que cocina peruana es cocina criolla, cuando el Perú es vasto y generoso en cocinas maravillosas que aguardan ser descubiertas, o que a pasar de haberlo sido, a duras penas son consideradas más que una anécdota. La descentralización del pensamiento gastronómico es fundamental para poder liberarse de esa angustia de no poder hacer más.
A esto se suma la dificultad de la logística. Nuevamente, si vamos a querer difundir e integrar insumos a nuestros menús diarios se necesita darlos a conocer y tener acceso a ellos con regularidad. Si bien es cierto, por parte del agricultor es compleja la organización (pequeña escala, no hay canales adecuados ni infraestructura); los cocineros, en general, tampoco han logrado establecer un sistema de compras que se encuentre de manera efectiva con el productor y prefieren comprar en Santa Anita, entre otros. “Un día les piden 10 kilos, otro día 20 kilos, la logística es muy cara para los pequeños agricultores; y tienen que aparecer nuevas formas que fomenten asociatividad por parte de los restaurantes. Asegurar pedidos mínimos, por ejemplo. Parece que solo van a comprar biodiversidad cuando todo está en el mercado de Surquillo. Parte del análisis tiene que ver con la atomización de la pequeña agricultura, en ningún país del mundo se conserva diversidad sobre grandes industrias agrícolas, sino de pequeña agricultura”, comenta Ugaz.
Actualmente en la UNALM, la cosecha de Ajíes del Perú es abundante. Los plantones nos llegan hasta la cintura y los colores de los ajíes se entremezclan: morados, lilas, rojos intensos, amarillos brillantes, naranjas insolentes… Una colección de germoplasma habla de entradas y aquí se cultivan 350 de todas los ajíes que existen en el Perú, excepto rocotos, una caja negra con quizá la misma diversidad pero que aún nadie habré (se conserva en una estación del INIA en Arequipa). Además de usarlos en restaurantes, como el chef Jaime Pesaque de Mayta, que los introdujo hace ya bastantes años en sus platos y ahora en su menú degustación, hay que industrializar sin tenerle miedo a la palabra. “Con el charapita y el ají dulce hago una especie de curry que se cocina un buen rato y con eso saco un caldito. El arnaucho, casi nadie lo usa, lo envaso o lo saco fresco con una cola del pescado que me llegue arriba de 10 kilos, en las guarniciones o encurtido. También tengo un arroz frito con los ajíes y salsas y los uso en la reducción del caldo de las cabezas”, explica el cocinero. Su caso, claro, no es el único. Hemos visto usar diversos tipos de ajíes en Astrid y Gastón (que también los tienen en huerta propia), al chef Alonso Arakaki y, por supuesto, a Cecilia de los Ríos de Pueblo Viejo y Héctor Solís de Fiesta en sus suculentas preparaciones con raíces lambayecanas.
Pero si a esto no se adiciona el crecimiento de una agroindustria artesanal y tradicional (salsa, encurtidos, pastas de venta masiva) bien constituida, que fomente el consumo de grandes volúmenes, quizá no sigamos avanzando en este tema. Dejar el romanticismo de lado cuesta, conservar la tradición no debe pelearse con la empresa. Nuevamente, lo que hace falta son programas de fomento e, independientemente del contexto que nos toque vivir, el acento real en la pequeña agricultura y su impulso debería incrementarse. No solo se trata de llevar irrigación, sino de mejorar la capacidad agroindustrial y reconocer finalmente el valor de la transformación de los productos del campo. Es prioridad. Ah, también hace falta dejar de ponerle siempre limo cultivado en Lima a todos los cebiches. Por favor, creatividad.
Suscríbase ahora para obtener 12 ediciones de Cosas y Casas por solo 185 soles. Además de envío a domicilio gratuito y acceso instantáneo gratuito a las ediciones digitales.