Felizmente la puerta azul no ha cambiado: en Sacha comen los grandes y por ahí nos colamos discretamente. Esta suerte de bistró madrileña se acomoda con la despensa estacional y la abraza sin miedo; así se ha convertido en uno de los espacios más reclamados de una capital que emerge radiante en tiempos de recuperación y agarra el sol de otoño con garras de oso pa’ que no la deje.

Por Paola Miglio

Madrid está sabrosa. Y en ese sabroserío de novedades y clásicos, uno al que siempre volvemos cada vez que pisamos la ciudad: Sacha. Que evade listas. Que no tiene estrellas. Pero en el que comen los listados y estrellados cada vez que pueden. A quien le rinden homenaje los jóvenes chefs de mundo con tortillas vagas acomodadas a sus territorios (vimos antes de pandemia un par de esmerados intentos en Lima). Y quien, suelto de huesos y sin pelos en la lengua, entiende, se ríe y pasa de todo.

Sacha Hormaechea, regente único del lugar, es un personaje ajeno a las redes, un fotógrafo de profesión que cada vez que puede se interna en viajes de descubrimiento con cámara en mano. Ahora último, antes de pandemia, con los hermanos Roca para un libro sobre productores. La mayoría del tiempo se la pasa internado en su cocina, al mando de fogones inquietos y ansiosos de recibir los insumos más frescos. Ahí hace su propia revolución. Una sin escándalos sin pretensiones: limpia, de sabores marcados y pruducto notable.

Berberechos, navajas, calamar en su tinta y cocochas arrebozadas impecables, crujientes, ligeras. Para las croquetas y los entrecots se van a otro lado, nos dice entre medias risas, y pedimos un par de fijos mientras él se encarga del resto. Lo mejor es entregarse, sin que falte su jugosa tortilla ni esa falsa lasagna de pasta al dente está vez con cangrejo (si van un lunes, no dejen de pedir las lentejas). Ah, y el pescado crudo, que sí lo tiene, viene con almendras y bañado en aceite de oliva: un ligero y firme revolcón marino tan fresco que se cuela la brisa del Mediterraneo.

Esta vez medregal o pez limón. La sorpresa de la tarde en terraza, porque si hay sol mejor que se acomoden ahí (aunque el comedor sea un entrañable espacio con cariño de casa vivida) es la oreja, crujiente, vuelta y vuelta en plancha, con chimichurri y limón para cortar la grasa. Y setas, una delicadeza que el cálido otoño madrileño ofrece a algunos afortunados. Casi sin intervenir y para comer con los dedos, como niños.

Y es que la aventura en Sacha es eso. No hay oda a la carta larga, ni la retalia de papas bravas y solomillos para viajeros tradicionales. Es un parque de diversiones para quienes aman comer bien y se termina con un postre: una tarta de queso deconstruida sin tanta jarana, solo lo lúdico y delicioso que entrevera queso, crema, frutos rojos y trocitos de corteza de almendras. El sachapollock. Este es un Madrid que no van a encontrar en ningún lugar del mundo ni en otro mismo de Madrid.

Les recomendamos hacer reservas con dos semanas de anticipación vía web y es súper simple: www.restaurantesacha.com.

Para el menú, más allá de lo que se sugiere, pues pregunten que mandaría Sacha y confíen.

 

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