El dilema de la carne nos persigue. El verano es tiempo de parrillas y desfilan por asadores gruesos bifes de chorizo, entrañas que entran y salen de las brasas, chorizos que no sabemos de dónde vienen pero están ricos así que todo bien. ¿En algún momento nos detenemos a pensar cómo nace, qué come y cómo crece lo que ingerimos? No importa, al final del cuentas con una ensalada verde la cosa pasa piola. Mientras tanto, ganadería extensiva, aves hacinadas y hasta granjas que no guardan regulaciones abundan sin control. Porque si no hay carne en el plato, el plato no vale nada.
Por Paola Miglio
Hace unos cuantos años ya el Instituto Nacional de Estadística Informática (INEI) lanzó una encuesta en la que una de las preguntas arrojaba el ranking de los menús preferidos por los peruanos. Además del común denominador arroz/papa, la infaltable era la proteína. No había plato que no tuviese, al menos, un ala de pollo incluida. La sensación de que pagamos por algo de valor. Los años han pasado, varios ya, y no le veo salida al asunto masivo. A pesar de que sabemos que la carne, resultado de la ganadería intensiva (y que es la que más consumimos) genera emisión de gases de efecto invernadero, seguimos dándole, sin razón ni medida. Y esto no es cosa solo de veganos y/o vegetarianos: el tema es ya político y ha comienzado a ser cuestionado por los mismos carnívoros e incluso por especialistas y hasta políticos. ¿Cuánta carne ingerimos y de dónde procede?
En tiempos de pandemia, cuando nos inclinamos hacia una cocina consciente con los recursos disponibles para mejorar el aprovechamiento y la salud, es lógico que se agudicen las reflexiones y se trate de poner al descubierto las fallas del sistema. Aunque el tema pase por impopular porque a nadie le gusta que le digan que se está alimentando mal, sobre a todo a aquellos que se ufanan de desplegar las mejores carnes en sus grillas sin saber por lo que están pagando.
Repensar el tema no significa dejar de consumir carne, sino hacer mejores elecciones y distribuir mejor su ingesta. ¿Porqué todos los días? Recuerdo que cuando era pequeña, bueno, crecí en los ochenta, carne roja se comía una vez a la semana o en fechas importantes. Pollo igual. La dieta de casa estaba basada en granos y legumbres en su mayoría, en ollucos y guisos, como el locro, sin necesidad de proteína al lado. El pollo a la brasa era cosa de fin de mes y la parrilla de festejo de cumple.
Pero el poder adquisitivo aumenta y se valora más un plato con carne al lado: se paga por eso, no por la quinua que “no vale nada”. Nuevamente creo que la inmediatez y la necesidad de consumo y ostentación pervierten las cadenas e impactan en economía, sostenibilidad y salud.
Felizmente, y en menor escala, como anota la periodista argentina María de Michelis, a contrapelo del feed lot (producir más, en el menor tiempo y espacio posibles), surge la ganadería regenerativa. Un sistema en el que el animal se desarrolla sin confinamiento, sin antibióticos ni transgénicos. Y en el que también se vela por la salud del pastizal. “Este tipo de ganadería aporta la única opción productiva capaz de capturar más carbono del que se emite, según valores comparados por kilo de producto (soja, carne, etc.)”, le anota la ingeniera agrónoma Mercedes López y confirman documentos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria de Argentina.
Esto implica el desarrollo de un pastoreo planificado que no es cosa a futuro, sino recuperado del pasado y ya viene siendo llevado a cabo en Argentina, por ejemplo, por Pablo Rivero, el dueño de Don Julio en Buenos Aires, quien apuesta por métodos tradicionales y concientizar sobre el consumo de carne. “La ganadería regrenerativa se retoma por la necesidad de no seguir devastando el suelo y conectar unos con otros. Mercedes trabaja conmigo y en el proyecto de los novillos en la Patagonia buscamos productores y nos enfocamos en suelo, pastura, genética. Hace cuatro años que estamos en esto y los pequeños productores se están sumando, primero porque es más rentable (no usas agroquímicos porque la pastura esta súper abonada ni necesitas sembrar pastos naturales) y porque son los jovenes quienes quieren cambiar. Es ir contra el sistema. Hoy en Argentina debe de haber cerca de 57 millones de cabezas de ganado y aproximadamente 80 productores que se están animando al cambio”, indica Pablo.
En tiempos prepandémicos (sin hablar de pescados aún) el consumo per cápita de pollo en Perú bordeaba los 4.2 kg al mes (unos 50.4 kg al año), el de cerdo llegaba a los 8 kilos per cápita anual y el de res fluctuaba entre 4 y 6 kilos. La crisis del covid 19 afectó bolsillos y pecios, según el portal actualidad Avipecuaria: “En Perú el consumo de aves es (hoy) de más de 46 kg por persona, en comparación con 4 kg de carne de res y 4 kg de cerdo (ambos per cápita) al año.
Además, es el país de la región que más se consume la carne de cordero: 1 kg por persona”. ¿Y la trazabilidad? Casi nula. Mucho de lo que llega a la mesa de la mayoría de peruanos se cría hacinado y poco se sabe de dónde viene. Algunos esfuerzos tratan de romper el molde y es entonces cuando una luz de esperanza se traza en el camino.
Cuando comer carne se justifica pues se usa todo el animal, se sabe cómo ha crecido y cómo ha sido beneficiado, se valora cada parte y se horna. Una celebración. Y eso es lo que hemos dejado de hacer, de celebrar la carne, de entender lo que nos llevamos a la panza. No, no es cuestión de dejarla de comer y así salvar el mundo. Como anota De Michelis según lo conversado con la veterinaria y asesora de la Dirección Nacional de Agroecología, Constaza Moltedo: “Muchos de los productos veganos que se venden en dietéticas son ultraprocesados promovidos desde un aparato de marketing monumental. No avalo para nada el sufrimiento animal. Pero no comer carne y tomar leche de soja es desconocer el sufrimiento del planeta a manos de la agricultura intensiva, la cantidad de agua que requiere y el sufrimiento de las personas que padecieron fumigaciones”.
Siempre el equilibrio es la respuesta. Encontrar el balance en la alimentación nos guía a aportar a ese ecosistema que queremos defender, preservar y tratar de, en lo posible, salvar. No es uno contra el otro, es un encuentro de razonamientos que coincidan en el andar, porque al final nada es blanco o negro. De matices y contradicciones estamos hechos y la breve reflexión de hoy es solo la punta del iceberg de una discusión eterna y profunda que finalmente comienza a evidenciarse más. O al menos tratamos de hablarla más. Seguiremos.
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