Los recuerdos que se activan. Esas memorias del sabor que te llevan a momentos inolvidables, de tardes de domingo, de familia que ya no está. Hace poco regresé a Italo, la pastelería y panadería ubicada en una esquina de Magdalena del Mar que aún guarda aquella tradición dulcera y de confitería clásica que ha ido desapareciendo con los años. Esta es breve crónica.
Por Paola Miglio (@paola.miglio)
Estaba buscando turrones. Es octubre y es casi obligado ir a Italo. Su turrón de Doña Pepa es considerado uno de los mejores de la ciudad, incluso del país. Masa suave pero consistente, aroma a especias, miel frutada, caramelos justos. Sale fresco a varias horas del día y se muestra en una mesa en la esquina del local, ni bien uno entra, en cualquier mes del año y más hoy. Nos hacemos de un kilo que cortan en ese instante. Y luego nos dejamos llevar por esa magia confitera que animó nuestra infancia. Hay lenguas de gato, galletas de vainilla y chocolate, profiteroles, “postres de abuela y torres de caramelo” y chantillí. Borrachitos y, por supuesto, piononos. Que se acomodan en las vitrinas impecables, armados al milímetro. De chocolate, de manjar, de crema de vainilla. Nos hacemos de algunos para probarlos luego (aunque el armado es preciso, el bizcochuelo andaba un poco seco y el mejor fue el de chocolate). También de galletería que resulta agradable y fresca, como para acompañar un lonche de tarde.
El mostrador de salados tiene un pequeño espacio para sentarse, además de las mesas que han colocado también en la terraza, que cobra vida entre plantas y abrigada con un toldo para evitar cualquier eventualidad. Ahí claudicamos, nos tomamos un tiempo, y con los paquetes en mano nos acomodamos para gozar de una causa recién hecha, de perfil bastante casero y sencillo, pero sabrosa y con la masa suave y equilibrada. Luego pedimos un par de pasteles, el de zucchini o zapallito italiano y otro de acelga. El primero es delicioso, las masa de ambos está hechas como manda el viejo recetario, pero el relleno de acelga falla un poco en sabor y textura. Con las empanadas, la de carne, obvio. Pasa correctamente la prueba de masa y guisado.
La lista de todo lo que hay para probar no es corta, son varias visitas las necesarias para hacerse de todo el repertorio. Ni con todos los años que llevamos de asiduos, acabamos. Unos relámpagos se suman a la cuenta, obvio los de caramelo, que no pierden su encanto, aunque los años pasen. Y un cannoli siciliano que, aunque sabemos no será el de nuestras vidas, nos aliviará nostalgias y matará antojos. Hay de pistacho por si quieren pecar más. La tarde pasa quieta, y la terraza se llena, agradable, alejada del ruido de las avenidas, dispuesta a toda hora. Aunque el dueño y creador haya partido hace ya algunas semanas, Italo conserva su magia y esperemos que su consistencia se mantenga. No hay modernidad, no hay propuestas contemporáneas, pero sí esa comodidad de saber que lo que vamos a buscar, lo vamos a encontrar siempre. Es casi como un volver a casa.
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