Carlos Runcie Tanaka atesora objetos propios y ajenos en su casa taller, donde conviven obras de Jorge Eduardo Eielson y ceramios precolombinos junto con las esferas, personajes y cangrejos que caracterizan su quehacer artístico.

Por Guillermo Niño de Guzmán / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart

Runcie Tanaka

Si una casa es el espejo de quien la habita, en lo que concierne a Carlos Runcie Tanaka, la aserción se queda corta. Más que un reflejo de su carácter, la morada del ceramista parece una extensión de sí mismo, un organismo vivo que asimila sus saberes y afectos a medida que el artista evoluciona en el mundo. Aquí, como se advierte en su obra plástica, confluyen varias tradiciones y estilos, y el esplendor del pasado resplandece en el rostro de la modernidad.

La casa se encuentra en una calle tranquila de Surco y ocupa un terreno de casi novecientos metros cuadrados. Fue construida por su familia a inicios de los años sesenta, a partir de un diseño del arquitecto Héctor Tanaka, hermano de la madre del artista, a quien se deben obras destacadas, como el edificio que alberga el cine El Pacífico, en Miraflores.

Runcie Tanaka

Runcie Tanaka recuerda que en su infancia esta era una zona rústica y podía divisarse la Panamericana Sur. En esa época comenzaron a edificarse viviendas rodeadas de jardines, como se estilaba en Estados Unidos. “La casa tenía forma de L”, explica. “En un lado estaban la sala, el comedor y la cocina, y, en el otro, los dormitorios. En realidad, eran dos casas gemelas, pues mi tío también hizo la suya con el mismo diseño en L. Ambas se juntaban en el jardín; nunca se dividió el terreno”.

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A principios de la década de los setenta, su padre quiso ampliar el comedor y se remodeló la parte de la entrada, donde había un jardín que cuidaba su madre. “Creo que él tenía la idea de que la casa fuera como un pequeño fundo, con sus puertas talladas y detalles de madera, y un tarrajeado colonial en las paredes. Era una tendencia que estaba de moda”, dice.

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En su opinión, la casa presenta una interesante mezcla de elementos. Señala un muro de piedra, compuesto por cantos rodados, así como el piso, que es un conglomerado de mármol, con fragmentos rotos. “Mira la terraza –se refiere al jardín interior–, el porche donde uno puede sentarse. Hay un aire de los años cincuenta. La edificación tiene líneas modernas, pero también detalles coloniales, como las puertas talladas. Y un jardín que bien podría ser japonés”.

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Intercambio artístico

“Esta es una casa tomada. Hasta ahora me sorprende que mis padres me permitieran adaptarla a mis necesidades”, afirma el artista. En 1978, montó su taller al fondo del jardín. Allí instaló los hornos y recintos para acopiar los materiales y hacer las mezclas de arcilla. Luego, poco a poco, fue convenciendo a sus padres para efectuar cambios en la decoración de la casa. A ellos les atraía el arte popular, que fue reivindicado en tiempos del gobierno militar, lo que los impulsó a coleccionar artesanía, ya fueran ceramios, mates burilados o espejos cajamarquinos. “Yo fui reemplazando estas piezas o cambiándolas de sitio, pues hacia el año 86 comencé a exponer mis cerámicas y hacer intercambios con otros colegas. Sus obras me ayudaban a entender las nuevas propuestas y era importante verlas a mi alrededor”, indica. Y, en efecto, las paredes están cubiertas por espléndidos cuadros de Jorge Eduardo Eielson, José Tola, Juan Javier Salazar, Moico Yaker y Mariella Agois, entre otros.

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“Ellos le dieron valor a mi trabajo y yo empecé a crecer, estableciendo un diálogo con las artes plásticas”, revela. “Después, me dediqué a desarrollar instalaciones, a manejar el espacio, la arquitectura, el paisaje. Y, en algún momento, llegué a hacer algo que linda más con lo conceptual. Es un proceso interesante, porque yo trabajaba sin saber a dónde iba, aunque estaba buscando un camino. Entonces surgieron respuestas visuales, una suerte de imágenes poéticas en el espacio. Si puedo resumirlo, diría que es la música del espacio”.

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Espíritu recolector

Cuando hablamos de la decoración de la casa, el artista insiste en que hay un orden implícito, un ajuste de ritmos, de pequeños espacios, como las vitrinas que atesoran piezas diversas: “Voy acumulando objetos que respondan a mi experiencia de cada momento y voy aprendiendo de ellos. En cuanto al vitral de la entrada, el cangrejo representa las migraciones, el abuelo japonés que siempre busqué y al que no conocí. Mi madre siempre quiso tener un vitral, y lo hicimos juntos. El planteamiento estético de la casa le pertenece. Ella quiso ser artista y no lo consiguió por razones familiares. Pienso que eso influyó para que yo fuera el artista que ella no pudo ser”.

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En una de las paredes de la sala sobresalen tres figuras de cerámica, cada una en un nicho. Esto nos remite a un elemento característico de la decoración japonesa tradicional: el tokonoma, un cubículo empotrado en el que se coloca una imagen pictórica y también un arreglo ikebana. No obstante, la profusión de objetos que decoran los ambientes, desde bibelots y vasijas hasta esferas y tótems escultóricos, contrasta con la sobriedad que suele imperar en una casa nipona. Y ello se entiende porque Carlos Runcie Tanaka es un ejemplo singular del mestizaje cultural. Con un abuelo japonés y otro de origen norteamericano, pero también con firmes raíces peruanas, cuenta con un riquísimo legado, el mismo que impregna su obra con un sello personalísimo. No en vano hoy es uno de los artistas más innovadores y fascinantes de nuestra plástica contemporánea.

Runcie Tanaka

Artículo publicado en la revista CASAS #275