Presentamos a nuestra nueva colaboradora, Cecilia de Orbegoso. Ella es parte del jet-set trujillano, pero vive en Londres. Economista de profesión con una maestría en Finanzas por the London School of Economics (LSE). «Escritora de vocación», se define. Su primer libro “fábulas urbanas” fue Best Selling en Amazon. A partir de esta semana, nos acompañará todos los sábados. 

Por Cecilia de Orbegoso

Ya poniéndole broche de oro a la ansiada temporada de verano, el fin de semana pasado la pasé con un grupo de amigos en una playa al sur de Italia. Yo, curiosamente, soy la “bambina” del grupo, con unos 15 a 20 años menos que el promedio de ellos. El integrante de la tanda a mi parecer más interesante en esta ocasión era, sin duda alguna, Giovanni. Él, alto, bronceado y con ojos cristalinos como los de un gato, se caracterizaba por su implacable empeño al momento de plagar a los presentes de tardes de interminables charlas. Genuino, culto y brillante para los negocios, era un hombre tan interesante como guapo. Banquero de profesión y filósofo de vocación. No solo instruía al grupo en toda la corriente del estoicismo y los monólogos de Marco Aurelio, sino que relataba a detalle su experiencia como referente estelar de la banca italiana.

En medio del desayuno dominguero aprovechó para contarme sus mayores aventuras como CEO de uno de los principales bancos italianos. “Nunca olvidaré la tarde del 15 septiembre del 2008, la quiebra de Lehman Brothers fue, sin lugar a duda, el punto de no retorno”. Mi audaz amigo, sin embargo, gracias a su perfil conservador y una robusta posición en activos de bajo riesgo, compuestos en gran parte por seguros de vida que protegían el 100% de la inversión, pudo sobrellevar la titánica tarea de dirigir su entidad financiera a través del valle de la muerte, pudiendo hoy, a más de 10 años del evento, jactarse de haber salido de este casi ilesa. “Más que crisis crediticia fue una crisis de confianza”, me decía él.

Mientras yo me servía mi tercer café y él empalagaba su té Earl Grey con miel, curioso sobre los hábitos de inversión de mi generación, me miró pausadamente y me preguntó “Cecilia, al momento de tomar una decisión de inversión, ¿eres amante o adversa al riesgo?

Yo, que nunca he sido fanática de incluir mucha volatilidad y emoción como componente básico de cualquier ecuación, le contesté: “Aunque disfruto de vez en cuando algo de diversificación, creo que mi perfil es de lo más conservador”. Después de evaluar mis experiencias con distintas decisiones según distintos productos financieros y horizontes, me miró sonriendo y me dijo: “Querida, tienes muy pocas opciones, semejante cautela solo te va a llevar a perder grandes oportunidades de inversión”.

Me quedé pensando, mientras tomaba mi expreso número cuatro, en el mercado de valores y las relaciones, ¿son realmente tan diferentes? Ya que, después de capear todos los altibajos, una mala experiencia en el mercado de valores como en el mercado de las relaciones te pueden dejar tanto traumado como pelado.

Había llegado a mis oídos que Giovanni estaba tratando de rehacer su vida, pero su previo divorcio lo había dejado bastante asustado. Podría decirse que fue su equivalente emocional a la gran crisis del 29, un choque repentino que ni el mejor analista pudo pronosticar.

Después de 3 hijos, 10 años de matrimonio, y miles de miles gastados en abogados, no tuvo más opción que liquidar esa posición. Él iba ya tres años investigando otro tipo de mercado: el de los divorciados. Y a pesar de haber salido con una que otra mujer, se había quedado embobado con una chica bastante menor que él. Sin embargo, sus tabúes generacionales y el ahora inevitable miedo a que le rompan nuevamente el corazón, actuaban como límites de inversión inquebrantables que lo disuadía de asumir esa “posición”. Dado que estaba tan enganchado, la apuesta que estaba en juego era inclusive mayor.

Así fue como más tarde ese mismo día, comprando pescado en otro tipo de mercado, no pude evitar preguntarle a Giovanni sobre su perfil de inversión en el campo de la emoción. “¿A qué te refieres?”, me decía. “Muy simple, ya sé que en el campo financiero eres conservador, pero en cuestiones del amor, ¿qué clase de inversionista eres?”. Me dijo que la experiencia lo había convertido en un hombre bastante cauto, se tomaba su tiempo analizando la posible situación y trataba de evitar a toda costa cualquier perfil que pueda representarle un riesgo.

Yo, bastante pícara, no pude evitar darle una cucharada de su propio consejo: “Querido, tienes muy pocas opciones, semejante cautela solo te va a llevar a perder grandes oportunidades de inversión…y más que segura que vas a seguir bastante tiempo soltero”.

Una vez comprado el pez espada, no pude evitar pensar en el raciocinio detrás de las finanzas y del amor: cuando alguien que nos gusta se cruza en el camino, ¿qué tipo de inversionistas somos? ¿Por qué con algunas acciones somos pasivos haciendo la vista gorda, mientras que con otras a la primera señal de mal performance liquidamos nuestra posición? ¿Será que conforme pasa el tiempo y aumenta nuestra exposición a un mismo proyecto nos volvemos románticas activistas, proponiendo cambios para que despegue el precio la acción? ¿O será que en un punto tiramos la toalla, liquidamos nuestra posición y simplemente armamos camino aleatoriamente bajo la teoría del random walk?

Pensando en mi amigo italiano, me pregunté a mí misma: ¿Es la experiencia un buen maestro? Después de todo, si bien el aplicar conocimientos previos a situaciones nuevas es una herramienta incalculable, el problema con cerrarte rotundamente a ellas por el mero hecho de evitar desenlaces pasados no hará a la larga mas que lograr un resultado contraproducente: dado que nuestra experiencia seguirá basándose en ese mismo numero de malos recuerdos, la misma naturaleza de nuestras acciones nos hará imposible el que podamos crecer más allá de nuestros miedos.

Pensando en este escenario en particular, en el que Giovanni, aún a pesar de sentirse aterrado de la mera posibilidad de pasar nuevamente por una situación similar a la que ya había vivido, estaba muy cerca a tomar una decisión, para él, increíblemente riesgosa. No pude evitar preguntarme: ¿Por qué, a pesar de los riesgos, seguimos invirtiendo? ¿Será, tal vez, que esta muchas veces descomunal osadía se se vea minimizada frente a la posibilidad de ese desenlace tan deseado? ¿Qué tanto daño hace un poco de riesgo cuando es tan deseado el premio?

Francamente, no tengo la respuesta y dudo que haya una fórmula mágica que nos permita calcular cuando un riesgo vale la pena en cuestiones de amor. Sí me quedó clara una cosa: no todos tenemos el mismo perfil de riesgo, ni mucho menos horizonte de inversión. Yo por mi lado, ya me enteraré en las próximas semanas si Giovanni siguió mi consejo.

 

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