Esta historia empieza en Las Moras 641. En una casa de un piso, en La Molina, atravesando un hall, bajando unos cuantos peldaños y doblando a la izquierda. Allí, empujando una puerta vaivén, se entra a una cocina desde donde toda la casa se impregna de olor a aderezo. Es un sábado cualquiera de 1991, y el aroma de ajos y cebollas en pleno proceso de fritura es el despertador sin sonido de un niño de diez años. Tras la puerta vaivén, está Maura, picando culantro sobre una mesa plegable, licuando ajíes, operando sartenes y ollas en una cocina de cinco hornillas. Y allí, recién levantado, llega el niño a tomar desayuno con hambre de almuerzo, provocado por tanto aderezo.
–¿Qué es esto? –pregunta.
–Ají.
–¿Y esto?
–Culantro.
–… ¿Te puedo ayudar?
–¡Claro!
El romance entre Micha Tsumura y la cocina empezó así, picando culantro un sábado en la mañana; viendo a Maura preparar comida para una semana: seco con frejoles, arroz con pollo, carapulcra, ají de gallina, adobo de cerdo… Y continuó mientras, junto a su hermana, ayudaba a su madre a hacer las cenas navideñas: su clásico chancho enrollado con mostaza, el arroz árabe, el pavo, las ensaladas… Cinco años después, Micha ya cocinaba para sus amigos y familiares, y se encargaba por completo de la cena de Navidad. Hasta ahora lo hace; es una tradición.
–Todo el año espero el 24 de diciembre para cocinar –dice Micha luego de pedir el juguito “de siempre” y dos mini panes con chicharrón en la Panadería Carmelitas, uno de sus sitios predilectos a la hora del desayuno. “Hoy voy a comer poquito”, agrega, con una sonrisa bonachona, mientras se toca el estómago sobre un polo de The Beatles–. Preparar la cena navideña es mi vacilón –continúa–. Arranco un día antes y hago caja china, lechón, pavo, ensaladas, pastel de papas… Hay cosas que voy cambiando, como los piqueos, pero el lechón y el pavo no faltan nunca.
A los 15 años, también decidió que dedicaría el resto de su vida a ser cocinero. En contraste con la usual oposición de los padres de los que optaban por ese camino en la década de los noventa –años antes del llamado “boom” de la gastronomía peruana–, los padres de Micha no pusieron cara de “y ahora cómo lo convencemos de ser abogado o economista”. Al contrario, fue su propio padre quien le “metió el empujoncito final”.
–Te veo todo el día en la cocina –le dijo–. ¿Por qué no estudias Cocina?
–¿Cocina? –contestó Micha, extrañado. Hasta ese momento, clasificaba sus incursiones culinarias en el mismo rubro que sus pichangas futboleras: como un pasatiempo.
–Sí, pero te vas afuera –replicó MitsuyukiTsumura–. Lo único que te voy a pedir es que busques una universidad; quiero que tengas un título universitario. Yo te voy a pagar la carrera; es lo último que voy a hacer por ti.
En aquella época, la única universidad del mundo donde encontró la carrera de Artes Culinarias fue la de Rhode Island –la currícula incluía cursos de contabilidad, psicología, marketing y todo el combo necesario para formar a un empresario gastronómico–, así que a los 17 años partió rumbo a ese destino.
–Cuando me fui de Perú, lo único que quería era regresar –afirma, categórico, antes de probar uno de sus mini panes con chicharrón–. Sabía que estaba afuera solamente por un motivo: formarme para regresar. Nunca me he imaginado con un futuro fuera de Perú. Jamás. Ni siquiera ahora. El próximo año vamos a abrir un restaurante en Macao (China) y otro en Santiago; también tenemos en proyecto uno en Argentina, pero no me veo con restaurantes en todas partes del mundo. De repente, sale algo más, pero quiero enfocarme en Perú. Si hago más cosas, las haría acá.
El quiebre
Lo único que quería Micha era regresar, pero cuando lo hizo, no tardó en volver a irse. De nuevo, fue su padre quien lo instó a partir.
–¿Qué quieres hacer? –le preguntó.
–Un restaurante –contestó Micha.
–¡¿Estás loco?! –replicó Mitsuyuki Tsumura–. ¡Te acabas de graduar! ¡No has trabajado en ningún lado!… ¿Qué tipo de cocina quieres hacer?
–Algo con sushi.
–¿Cómo piensas hacer sushi si no has trabajado en Japón?
Sus abuelos paternos vivían en Japón, así que a los 21 partió con ese destino. Se quedó dos años allí, y en Osaka no solo aprendió a ser paciente y que nada en la vida llega fácil; también aprendió de uno de sus grandes maestros: Hirai, chef y propietario del restaurante Seto Sushi.
Con la lección aprendida, volvió al Perú por segunda vez y consiguió trabajo en el Hotel Sheraton. Empezó como practicante, ascendió a cocinero de línea, a jefe de partida, a sous chef, y llegó a ser gerente de Alimentos y Bebidas. A los 26 años tenía alrededor de 120 personas a su cargo y gerenciaba con éxito el departamento más grande de uno de los hoteles más grandes de Lima. Ganaba un buen sueldo, viajaba con frecuencia, contaba con el respaldo de una corporación internacional sólida… Se sentía muy cómodo… hasta que recibió una llamada de su jefe, Álex Vautravers.
–Ven a mi oficina –le dijo.
A pesar de que desde entonces eran muy buenos amigos –Álex siempre está presente en sus cenas navideñas–, Micha acudió al llamado con preocupación.
–Me ha llegado un correo de la corporación –preciso Álex, ya en persona–. Como el hotel está en expansión constante, faltan gerentes generales y nos han pedido que elijamos a una persona de cada departamento para entrenarla por un año con miras a ocupar este puesto. Yo he pensado en ti. Te irías a Buenos Aires, a Santiago…
Álex Vautravers comenzó a enumerarle todos los beneficios que implicaba ser gerente general del hotel; el sueldo, el auto con chofer, el colegio para los hijos…
–Si te pones las pilas, podrías llegar a ser el gerente general más joven en la historia de la corporación –añadió.
–Déjame pensarlo –contestó Micha. Desde un principio, ambos sabían que su objetivo era poner su propio restaurante.
Esa misma noche, habló con su padre.
–Si digo que no, ¿me apoyas para hacer el restaurante? –le preguntó.
–¿Cuánto tienes ahorrado? –repuso Mitsuyuki Tsumura.
Micha le dijo el monto.
–Ya, eso vas a invertirlo en el restaurante, porque yo no voy a poner toda la plata –sentenció su padre.
–Si hubiera elegido convertirme en gerente general, me habría ido por una vereda totalmente distinta –dice Micha, mientras toma un sorbo de su juguito “de siempre”–. Toda mi vida me había estado entrenando para ser cocinero. Tenía que correr el riesgo.
Fue así que nació Maido.
El restaurante
“Mi meta principal es que el bocado que uno saborea sea memorable, que nunca se olvide”, dijo Micha en una oportunidad. “Busco volarle el cerebro a la gente”.
–Cuando la gente piensa en Maido, y es lo que quiero transmitir, creo que piensa en el sabor de la carretilla, en el sabor criollo, a pesar de que tenemos algo de japonés llevado a un punto de creatividad. Te comes un tamalito verde y es como si estuvieras en Catacaos –dice Micha, al tiempo que dos de sus amigos del colegio entran a la panadería. “Siempre venimos aquí”, comenta, emocionado, y se pone de pie un instante para saludarlos con efusividad–… Yo soy un cocinero que ama el sabor; en lo primero que pienso es en el sabor –continúa, luego de volver a tomar asiento y mirar contemplativo el minipán con chicharrón que aún aguarda en su cesta–. La estética es lo último que veo.
A lo largo de sus casi ocho años de vida, el buque insignia de Micha ha evolucionado a punta de un trabajo de investigación minucioso y esforzado. Se ha afinado, como cuchillo de sushi en permanente reto, y también se ha ido peruanizando.
–Creo que empezamos muy japoneses –advierte–. Y eso pasó con casi todos: Astrid & Gastón hacía cocina francesa; Central era más internacional; Malabar, más italiano… Y, poco a poco, lo peruano fue ganando terreno. Nosotros, en base a los productos peruanos, hemos ido creando nuestro propio mundo, uno en el cual ya no pensamos en parámetros.
Pero Maido, como sus insumos, tiene fecha de caducidad: en cinco años dejará de existir.
–Maido es mi vida –sentencia Micha–. Cuando abrí el restaurante, lo único que buscaba fue ponerme a cocinar y tratar de hacerlo de la mejor manera posible. Ahora estamos con las ganas de hacer cosas, y felizmente nos está yendo bien a nivel mundial, pero, la verdad, a los 50 años no me imagino en este plan de competencia –adquiere una mirada más profunda; como si, frente a él, una bola de cristal le estuviera revelando el futuro–. Me imagino con un restaurante grande, con harta onda, un poco de juerga, buena comida, buenos tragos, una parrilla gigante, una barra fría con todos los productos del mar peruano, y con unos restaurantes más; por ahí, uno de carnes, siempre he querido un restaurante de carnes; por ahí, uno japonés tradicional y una taberna nikkei criolla… Eso me gustaría hacer. Pero, para poder hacerlo, necesitaría dejar Maido. De por sí es supercomplejo de manejar, y no quiero estar preocupándome por la crítica, el ranking, las estrellas…
–¿Te molestan las críticas? –pregunto.
–No te voy a negar que me fastidian. Sí, fastidian… cuando se hacen con mala onda, te das cuenta. Pero creo que al Perú la crítica no ha llegado… No es como en Nueva York, donde una mala crítica en “The New York Times” hace que cierre tu restaurante… Creo que no debería ser así. ¿Qué quiere el lector? Quiere que le recomienden dónde ir, ¡no dónde no ir! Creo que esa crítica con cuchillo afilado no hace bien a nadie.
–¿Qué quieres hacer con Maido en los cinco años de existencia que le quedan?
–Todo. Maido está en un momento de creatividad. Quiero explorar al máximo la despensa peruana; no me quiero poner límites. Es más, una de las cosas que voy a hacer a partir de ahora es que mis menús de degustación ya no van a tener un tema como el mar o la Amazonía. Van a ir mutando: una semana podré quitar dos platos y poner otros dos; después de dos semanas, podrán cambiar dos más, y en un mes, cuatro, o de repente vuelve alguno… Serán menús en movimiento.
Veinticinco años después de enamorarse de la cocina, Micha mantiene intactos sus primeros recuerdos y la mesa plegable donde comenzó a ser chef. La conserva en casa, como una pieza histórica que se resiste a ser llevada a un museo. Y aún la usa para picar culantro.
Por Mariano Olivera La Rosa
Fotos de PHOSS