Lo primero que Aldo Chaparro hizo al llegar a aquella casa en Ancón fue ubicar dos bastidores en blanco sobre la pared de la habitación elegida. Luego desplegó grandes piezas de plástico y procedió a cubrir con ellas el piso y las paredes. Avanzó sin prisa, con esmero; sin dejar que la aparente trivialidad de la tarea lo apurara o lo hiciera perder la paciencia.
Le sería muy fácil encargar esa parte del trabajo a otros, y no tener que encorvarse de cuclillas con trozos de cinta adhesiva en los dedos. Pero prefiere hacerlo él mismo. Cubrir toda la estancia le llevó más de dos horas. Entonces apareció la dueña de la casa y discutieron sobre el color. Se decidieron por un charco que, al recibir cierta luz, revela un tono azulado. Con el balde de pintura entre las manos, Chaparro se detuvo frente a los bastidores. Estaba listo. Aventó con fuerza el contenido del balde, que se estrelló contra los lienzos y la pared, dejando una mancha que parecía una rúbrica. Repitió el movimiento. La pintura atravesó violentamente la superficie. La mancha creció, deformándose. Lo hizo una vez más. Y otra. La acción tomó apenas cinco minutos. Quizás menos. Y la obra estuvo completa. En el certificado que Chaparro entregó a la propietaria, especifica que si se muda o quiere vender la pieza, él puede repetir la acción. Pero solo una vez.
“El punto de la pieza es preguntarnos dónde está la obra: ¿en el bastidor? ¿En la pared? Si descuelgas el bastidor, ¿qué es lo que queda? Siempre digo que esta pieza es para mis coleccionistas más valientes”, había explicado días antes, en el patio de la casa que ocupa en Chorrillos. Es una de sus tantas obras que cuestionan e ironizan acerca de su propia pertenencia en el mercado del arte. Muchas de sus piezas se desarrollan en el espacio en el que van a permanecer temporal o permanentemente. “Hay un montón de artistas que hacen su pieza, la ponen en la galería o en la feria, y no intervienen más. No se meten en el montaje ni en la instalación, algo que yo disfruto”, comenta Chaparro. El contexto termina de dar forma a su obra, y el artista asegura que “un simple detalle, un pequeño error”, pueden desvirtuar su intención.
Con talleres en Ciudad de México, Lima y Nueva York, y una obra muy bien recibida en el mercado internacional del arte contemporáneo, es imposible no preguntarse cuánto control puede tener realmente Aldo Chaparro sobre su obra. Como respuesta, explica que cada uno de sus estudios cuenta con un equipo permanente y en actividad, así el artista no se encuentre en el país. Además, ha elaborado un sistema que le permite monitorear la concreción y el destino de sus piezas. “O sea, somos muy metiches”, admite, entre risas. Casi no mantiene un stock de obra. “Pido fotos del lugar que la pieza ocupará y recomiendo su dimensión, color y cómo colocarla”, explica. Antes, Chaparro daba a los clientes todas las posibilidades: les daba gusto. Con el tiempo, ha ido estableciendo más límites. Cada vez cede menos.
El arte de la guerra
Hace algunos años, el crítico de arte Luis Lama lo llamó “el artista plástico más internacional del Perú” y también el “más estimulante”. Aldo Chaparro nació en Lima en 1965, y estudió la especialidad de Escultura en la Facultad de Arte de la PUCP. Tras breves años ejerciendo el arte profesionalmente, se trasladó a Monterrey y luego a Ciudad de México. Han pasado veinticinco años desde que se fue del Perú. “Claro que fue difícil tomar la decisión de irme”, recuerda, amparado por la fresca vegetación de su terraza chorrillana. “En Lima tenía una pareja, vivía con mis papás, tenía mi estudio, mi coche… Tenía una vida armada”.
Había empezado a vender su obra, pero también había perdido la vitalidad de sus años de estudiante: la competencia entre sus compañeros, las discusiones y las ganas de investigar. Supo que eso no podía continuar. “Lima es muy rica, ¿me entiendes?”, continúa el artista. “Es una ciudad controlada: la pasas bien, comes rico, si es verano es preciosa… En cambio, llegué a Monterrey con cuatrocientos dólares y dos maletas”. Chaparro permaneció en Monterrey por ocho años, pero la consolidación de su carrera llegó con su traslado a la capital mexicana.
Ha investigado otras disciplinas, como la arquitectura y la música; utilizando esas herramientas ha salido del taller para intervenir espacios naturales e históricos: desde un cenote de Tulum y una mina de sal a media hora de Bogotá, hasta la Iglesia de Santa Clara en Colombia y el Palacio Doria Pamphili, en Roma. Su trabajo como editor y director de arte ha sido ampliamente reconocido, y en algún momento tuvo una carpintería donde diseñaba muebles.
Por Rebeca Vaisman
Foto de Jorge Anaya
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