«Acaso lo más inclusivo de la discoteca era eso: único lugar donde vi codearse a un pituco de La Pacífico con un bailarín de ballet de San Juan de Miraflores. Y el codeo era porque se lo estaba “gileando”».
Por Diego Molina Rey de Castro
Cuando estaba en el clóset, mi vida social transcurría en eventos dedicados a la nostalgia: amigos heterosexuales tomando grandes cantidades de alcohol y recordando historias que se guardaban en formol para repetirlas ad eternum. Porque sus días de gloria, a estas alturas, parecían haber pasado: el primer beso, la graduación, la fiesta de solteros, el matri. Para ellos, nada como recordar “los buenos tiempos” como dice la canción.
Hablando de la gloria, en una noche en el bar del mismo nombre, escapé rumbo al Vale Todo. Discoteca transformada en minimarket inclusivo por culpa de la pandemia. En contraste con las luces cálidas y tenues, la decoración marrón y la música predilecta de mis machos compañeros (“Sevilla tiene un color especiaaaal”), pasé a un laberinto azul, con olor a desinfectante y a testosterona. La música, se la peleaban la sección de latin (cualquier música en castellano y en boga) y la electrónica. Las luces parecían no haber evolucionado desde los 80’s. El lugar estaba infestado por chicos entre 18 y 30 años de todas partes de la capital. Para mí, no había nada más brillante en la ciudad gris.
Acaso lo más inclusivo de la discoteca era eso: único lugar donde vi codearse a un pituco de La Pacífico con un bailarín de ballet de San Juan de Miraflores. Y el codeo era porque se lo estaba “gileando”. Lo mejor del lugar era lo fácil que era hablar con desconocidos, algo impensado en -los también fenecidos- Aura o Gótica. Que en paz descansen.
Ya fuera del clóset, mis flamantes amigos LGTBI+ (que me adoptaron en 2 días, lo que toma 3 años en el continente straight) me llevaron a Matadero: una fiesta gay más sofisticada que el Vale Todo, en el Centro de Convenciones de Barranco, con zona VIP y ultra VIP. La escena no parecía pertenecer a Lima: chicos libres en su forma de vestir y de bailar, dispuestos a conocer a alguien nuevo entre canciones de Britney Spears y Lady Gaga (ahora la voz cantante es Dua Lipa). También sonaba el omnipresente Latin. Las lesbianas no podían faltar, pero las que conocí preferían tomar chelas escuchando Johnny Cash. Gajes de los géneros.
Y como cualquier cultura sub-urbana o de minorías, tiene sus propios compartimentos: beefcakes (musculosos), bears (anchos y barbudos), twinks (jóvenes y frívolos), otters (como bears pero flacos), daddies (hombre establecido al que le gusta su whisky envejecido y sus muchachos, jóvenes). Los previos podían darse en una galería de arte o en un garaje.
Además de Matadero, también había Sodoma (somos fieles lectores de la Santa Biblia), Holy Pop, Oliver Bar, Baby, Picas, La Trastienda y Legendaris a partir de las 4 am. Halloween merece un artículo aparte: es la fiesta patronal de esta parroquia dedicada a San Sebastián (ícono gay desde siempre). Mención histórica merecen La Santa Sede y el Kitsch, lugares open donde la gente de mente abierta rozaba lo divertido de este lado del mundo. Quizás el vacilón también se hace in memoriam por todos aquellos que, por los tiempos que les tocaron, no pudieron tenerlo. Igual, los héteros en sus parrilladas del ayer y quienes todavía temen soltarse, siempre son bienvenidos.
La pandemia ha barrido con estos enclaves de libertad. Pero otros, con las reglas de la “nueva normalidad”, van apareciendo como Closer, Nomad o La Santa Locura. Al final del día, divertirse a las afueras de la ley es nuestro signo inequívoco: los disturbios de Stonewall (Nueva York), origen de las marchas del orgullo LGTBI+, nacieron de la lucha contra una redada policial que no dejaban a los queer divertirse como cualquier cristiano.
Y así es este mundo gay en Lima del 2021: libre, ilegítimo, divertido, inclusivo y hasta culturoso. Para tomar nota en una república machista poco firme y feliz en su unión. Nada mal para un puñado de ciudadanos de segunda clase. (Lee otras columnas de Diego Molina aquí)