Dominio del plató: Colin Farrell en “The Banshees of Inisherin” y Cate Blanchett en “Tár”, dos de las mejores películas en carrera. Hollywood es revelado cual moledora de carne en “Babylon” y “Blonde”.
Por Jaro Adrianzén Rodríguez
Pádraic y Colm (Colin Farrell y Brendan Gleeson) son como los espíritus a los que referencia el título de “ The Banshees of Inisherin”: protagonistas de un relato de aparente simpleza argumental –Colm, sin mayor aviso, decide cortar la amistad y el habla con Pádraic–, pero que sobrevivirá a varias generaciones de la isla donde viven. Gleeson prioriza el gesto duro que requiere su personaje, un tipo capaz de cortarse los dedos para probar un punto de vista. Farrell, nominado a Mejor Actor, reacciona con un gesto de torpe inocencia. Pasa con maestría de la incredulidad y la indignación a la tristeza y la ira. Martin McDonagh, que escribe y dirige, se alimenta de los recursos de la comedia (repite frases, enfatiza el acento, resalta incoherencias) para narrar una historia conducida por el comportamiento errático de sus figuras y enriquecida por la lucidez involuntaria de Dominic (Barry Keoghan), el tipo menos listo de la zona.
Tár
Angustiada, Lydia Tár (Cate Blanchett) se despierta cada madrugada a consecuencia de ruidos inexistentes, como si su subconsciente le avisara que la vida se le viene haciendo añicos. La rutina de ser directora de la Filarmónica de Berlín no le permite caer en cuenta de aquellos actos, sutiles y solapados, que le pueden cambiar la vida: desde su fascinación por una joven hasta la sensibilidad de las nuevas generaciones frente a su discurso, lejano a la defensa de la cuota de género y forjado por defender al arte sin importar la vida del artista. “Tár” es una película de escenas largas y pocos cortes, con Blanchett dominando cada encuadre. Su primera aparición, con la australiana sentada ofreciendo una entrevista, adelanta las formas y el contenido de la película: pausada, calculada y sin aspavientos. Salvo hacia sus minutos finales, cuando una serie de eventos se apresuran en llevarnos al desenlace.
Babylon
Damien Chazelle emplea la multiplicidad de historias y el frenetismo para adentrarnos en el Hollywood de los años veinte: dominado por la irrupción del sonido y la política de tratar como mercancía a sus artistas (con Margot Robbie y Brad Pitt en los estelares). El autor domina el desarrollo con su puesta en escena y un milimétrico juego de cámaras: véase la fiesta inicial, la grabación de una película en el desierto o los intentos por rodar una escena con sonido (acaso el pasaje más divertido de todo el filme). La atmósfera que él mismo crea a veces pierde el rumbo lógico, en demérito de la continuidad de la historia o la evolución de sus personajes. Tal es el oficio de Chazelle, sin embargo, que toda la secuencia con Tobey McGuire, que se podría considerar prescindible, está por encima de varias otras. Gracias a la experiencia del actor, la inverosimilitud cautivadora de los hechos y lo bien filmada que está.
Blonde
Los destellos en los créditos iniciales de “Blonde” coinciden con la Marilyn Monroe de Ana de Armas: abrumada por los flashes de una industria que la ve y utiliza como trozo de carne. Su interpretación, de inocencia sobrecogedora, presenta al ícono del cine en medio del torbellino de su vida privada y profesional, marcando distancia entre Norma Jeane y su personaje frente al público. Con escenas en blanco y negro, grabaciones con cámara en mano, desde la perspectiva de la protagonista y con una carga erótica explícita, la película es, a su vez, un recorrido libre por una mente alterada y maltratada.
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