“TheHandmaid’s Tale”, la serie basada en la famosa novela de Margaret Atwood, ha desatado una gran controversia, con muchos temiendo que el mundo de esclavitud femenina y dictadura religiosa que presenta podría hacerse realidad en los Estados Unidos de Donald Trump, al punto de que, por todo el país del norte, han comenzado a aparecer manifestantes con el uniforme rojo de las “criadas” de la producción televisiva.

Por Manuel Santelices

De pronto, de Tennessee a Colorado y de Nueva York a Washington, han aparecido en los edificios oficiales de muchas ciudades de Estados Unidos grupos de mujeres vestidas con cofias blancas y túnicas rojas, un uniforme que será fácilmente reconocible para cualquiera que haya visto aunque sea un capítulo de “The Handmaid’s Tale” (“El cuento de la criada”).

Transmitida a través de la plataforma Hulu, la serie es una de las más comentadas y aplaudidas por la crítica en lo que va del año. Su estreno no pudo haber sido más oportuno, porque esta historia de mujeres sometidas por una dictadura machista y religiosa, que las considera poco más que criadas y herramientas de placer y procreación, tiene especial eco en estos días, cuando el presidente Trump hace esfuerzos para desfinanciar Planned Parenthood –la organización proveedora de salud reproductiva para mujeres más importante de Estados Unidos–, y asuntos como la nueva ley de salud se discuten a puertas cerradas, entre hombres de chaqueta y corbata, sin que una mujer esté presente en la negociación.

Son tiempos difíciles para las mujeres, aun para aquellas que no se definen como feministas. El avance obtenido en Estados Unidos parece haber retrocedido unas décadas o, quizás, haber saltado a un oscuro porvenir como el que presenta “The Handmaid’s Tale”. La novela, y ahora la serie, está ambientada en un futuro cercano en un lugar llamado Gilead, en lo que algún día fue conocido como Nueva Inglaterra, en la costa este de Estados Unidos. El sitio está gobernado por los Hijos de Jacobo, que rigen con mano de hierro y espíritu puritano, saludándose unos a otros con bendiciones y advertencias de que Dios lo observa todo. Algún tipo de desastre natural ha creado una epidemia de infertilidad que, inevitablemente, ha enfocado la culpa sobre las mujeres. Decir que estas han quedado relegadas a ciudadanas de segunda clase en esta nueva jerarquía es quedarse corto. Son más bien esclavas divididas en diferentes castas: las “criadas” son aquellas que todavía son capaces de reproducirse, y entre sus labores está el sexo obligado con los “comandantes”, para mantener la especie. Si se niegan, desaparecen sospechosamente, igual sucede con las “no-mujeres”, como son conocidas las feministas, o las “traidoras de género”, las lesbianas, todas, además, consideradas “enemigas del Estado”. Las “Martas” son sirvientas domésticas, y las “tías”, espías del gobierno y las encargadas de mantener el orden y la obediencia entre las criadas. Cada criada tiene un nombre que proviene de su comandante. La protagonista de la historia es Offred (De Fred), interpretada en la serie por Elisabeth Moss, la recordada secretaria convertida en ejecutiva publicitaria en la serie “Mad Men”. A través de ella descubrimos que, no hace mucho, la realidad de las mujeres era muy distinta. En su caso, tuvo un esposo, una hija y un trabajo en Boston. Poco a poco, sin embargo, sus derechos comenzaron a desaparecer.

LA NUEVA DISTOPÍA

La novela se sintió siniestramente premonitoria a mediados de los ochenta, cuando, durante el gobierno de Ronald Reagan, hubo amplia influencia de la derecha religiosa –la que continúa ejerciendo su poder hasta hoy y, en gran parte, es responsable de la elección de Donald Trump–, y una feroz discusión sobre temas “morales” como la pornografía, el uso de las drogas o el “feminismo radical”.

En 2017, la serie ha tocado un nervio similar. Después de ser criticado por sus comentarios sexistas y misóginos durante su campaña, el nuevo presidente formó un gabinete casi exclusivamente formado por hombres blancos, y nombró como vicepresidente a Mike Pence, un republicano evangelista (excatólico) que, según ha dicho, decidió en su juventud dedicar su vida a Jesucristo, y que ha confesado que en toda su carrera política no ha cenado jamás en privado con una mujer que no sea su esposa, aunque se trate de una funcionaria del Congreso o una representante extranjera, y que tampoco bebe alcohol en cocteles si su cónyuge no está presente.

Su visión religiosa ha influido en la posición de la Casa Blanca sobre temas como el aborto y la salud reproductiva, desatando entre muchas mujeres una actitud de batalla por la defensa de sus derechos. Otro punto que causa recelos entre las mujeres estadounidenses es la imagen que de ellas se tiene en la administración Trump. La primera dama, elegante, discreta y atractiva, ha ejercido hasta el momento un rol que no va mucho más allá de accesorio, e Ivanka Trump, quizás la mujer más influyente en el Salón Oval de su padre, promueve un curioso y hasta contradictorio feminismo como empresaria y asesora presidencial por un lado, y, por otro, como mujer absolutamente devota de los dos hombres de su vida: su padre y su marido. ¿La realidad llegará a traspasar el umbral de la ficción?