Hemos pasado del “roba pero hace obra” al “roba y no hace obra pero al menos no es Keiko”.

Por Carlos Cabanillas

En algún punto de 2018, el tsunami provocado por la erupción del caso Lava Jato arribó a las costas peruanas y se abrió la caja de Pandora. Desde entonces, sobrevivimos en un constante escenario pendular de golpe y contragolpe, vacancia y renuncia presidencial, cierre del Congreso e
incapacidad moral.

Fue así como la judicialización de la política —lawfare fue el término de moda— terminó con el infame “roba pero hace obra”. El entonces presidente Vizcarra — curtido en la política cuchillera de los gobiernos regionales— surcó como pez en el agua sobre esa ola y la surfeó por meses, librándose de rivales políticos y utilizando la viada que le daba la creciente polarización ideológica.

Ya no era necesario “hacer obra”. Bastaba con perseguir a los que presuntamente robaban con ellas. Hasta que finalmente llegó la pandemia y hubo que tomar decisiones de verdad. La crisis del COVID-19 evidenció lo que ya se sabía: que un país con un déficit de infraestructura del 40% y una ejecución promedio del presupuesto local y regional del 30% no puede darse el lujo de no hacer obras, desde hospitales y carreteras hasta simples plantas de oxígeno.

Ahí empezaron a saltar las denuncias de coimas por compras de mascarillas, pruebas rápidas, plantas de oxígeno, vacunas y hospitales inexistentes. Muchas justificadas, pero otras no tanto. Porque quienes trabajan en el Estado saben bien que ninguna compra es perfecta. Y los periodistas sabemos que quien pierde una licitación siempre es quien filtra la denuncia de corrupción a los medios.

Paralelamente a la ubicua corrupción en el sistema de adquisiciones públicas, creció el miedo entre los funcionarios. Un terror jacobino indirectamente inducido por un grupo de fiscales bienintencionados que fueron endiosados.

Pocos querían firmar un papel en medio de la premura del estado de emergencia. Un papel que meses después los podría llevar a prisión preventiva, sobre todo en un país en el que lo provisional es siempre lo permanente. Es políticamente incorrecto decirlo, pero el exagerado discurso anticorrupción nos paralizó frente la pandemia.

Y digo exagerado porque no somos el único país en el mundo que padece de corrupción, pero sí somos el que peor manejó la pandemia. Es así como llegamos a 2021, año del Bicentenario de la Independencia del Perú. Y lo conmemoramos cediendo obras emblemáticas, bajo la onerosa modalidad de gobierno a gobierno, a países como el Reino Unido (reconstrucción del norte), Francia (hospitales Lorena y Bernales) y Corea del Sur (Chinchero).

Pareciera que el Estado peruano ha capitulado y simplemente se abstiene de construir nada sin sopechosas adendas, licitaciones a dedo, materiales de mala calidad y escándalosos sobrecostos. El inicio de 2022 no parece ser muy auspicioso. Seguimos atrapados en la lógica bipolar de las elecciones presidenciales. El crecimiento de los extremos ideológicos y la disolución del centro político amenazan con distorsionar las elecciones regionales y municipales.

La muer te del tres veces alcalde de Lima, Luis Castañeda Lossio, nos retrotrae a una época prepandémica en que las obras y el cemento dominaban el debate político. Y si bien es cierto nunca fueron suficientes, tampoco es que hoy estemos mejor. Hemos pasado del concreto a lo abstracto, de la tecnocracia apolítica de cemento y uñas largas que impusieron Fujimori y Castañeda a la politización extrema como herramienta de persecución y distractor de las ‘coimisiones’. Hemos pasado del “roba pero hace obra” al “roba y no hace obra pero al menos no es Keiko”.

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