En exclusiva para COSAS, la actriz peruana transmite todo lo que vivió –y aprendió– en el continente africano en una crónica de viaje tan íntima como imperdible.
Por Stephanie Cayo
«¿Cómo es África?”, me pregunta mi madre. La primera palabra que se me viene a la cabeza es “libertad”. Luego, “profundidad”. “África es fundamental para el alma; es como una madre; o una amiga que recién conoces pero que siempre estuvo ahí, acompañándote toda la vida”, le digo. “Estás al otro lado del mundo, rodeada de peligro y completamente a gusto; de alguna manera, recuerdas sus tierras, y es como si hubieses llegado a casa…”. Mi madre quiere saber más; y yo le empiezo a narrar el viaje.
Llegamos al Masái Mara en una avioneta, justo antes del atardecer. Siento cómo mis sentidos se adaptan rápidamente al lugar y se agudizan: quiero verlo todo con la mayor precisión posible, no quiero perderme nada. Vuelves a tus instintos. Reconoces el olor; te traga un océano de hierba dorada y parecen formarse olas; los árboles silban una hermosa melodía dentro de la sinfonía que dirige el viento. Miras ansiosamente el horizonte en busca de la vida. ¿Cómo puedo reconocer estos olores, estos colores y esta sensación de infinito si es mi primera vez aquí?
Vamos en un carro nadando entre campos dorados, ondulados, infinitos; las colinas, a veces pequeñas, a veces altas, se hacen presentes a cada instante, pintadas de distintos colores, unas más sombreadas que otras, claras y precisas. Las nubes encima de ellas parecen inmóviles, perfectas, tocan las montañas bailando, en perfecta armonía. “¿Habré estado alguna vez en un lugar así de bello?”, me pregunto.
Cebras y antílopes se cruzan ante mis ojos. Mis favoritas son las gacelas Thomson, con sus tres colores hermosos: beige, marrón y dorado. También son las favoritas de las chitas. Al oír o sentir algo extraño, se quedan inmóviles, como estatuas o modelos para pintar, haciendo gala de todos sus instintos de reconocimiento; observan, sienten, huelen…
Vamos en el carro hacia ellos, los animales, que a los pocos segundos se echan a correr, dejándote saber que te han visto y están al tanto de dónde estás. Son especies hermosas, elegantes, perfectas. Ni la persona más imaginativa hubiese podido diseñarlas así, pienso. Para los que creemos en Dios o en un ser creador, la naturaleza, los animales, nos dejan perplejos y pensamos en su obra. ¿Cómo pueden haber sido dibujados de una manera tan hermosa?
Después de tres horas de lo que aquí llaman un game drive (“game” –“juego” en inglés– es otra palabra que usan para “vida salvaje”), llegamos al campamento del safari (“safari” quiere decir “viaje”, en swahili). Nos recibe una carpa grande, con un estilo tradicional, como las de los safaris de los años veinte. Hemos sido invitados por Calvin Cottar, perteneciente a la cuarta generación de un negocio familiar que constituye la primera compañía de safaris de África. Para que se den una idea, su bisabuelo llegó a África con nueve hijos a empezar esta empresa que sigue hasta hoy.
La primera noche te despiertas un poco asustado con los sonidos y movimientos de las cebras, babuinos, elefantes y gacelas; es como si hubiesen dormido a tu lado. Durante la noche está prohibido que salgas de tu carpa. Te dan una linterna y un silbato al llegar, y te dejan claro cómo usarlos. Por supuesto, ni la linterna ni el silbato te salvarían del ataque de un elefante o de un león.
Para esos imprevistos están los hombres masái, con sus lanzas, espadas, arcos y flechas. Las flechas tienen en la punta un veneno muy potente, obtenido de la raíz de un árbol, que mataría a un león en quince minutos. ¡En quince minutos, con lo flaca que estoy, un león me podría digerir sin problemas!, pienso.
Me gustan los masái, me siento segura con ellos; nos cuidan durante toda la noche. En el día, tengo muchas ganas de hablar con ellos, que me cuenten de su tierra, de su vida… Pero no les gusta que les hagan muchas preguntas, y no entienden nuestro temor al peligro.
Bien dijo Karen Blixen en su libro Memorias de África: “Ellos (los masái) han conservado un conocimiento que para nosotros se ha perdido con nuestros primeros padres; entre todos los continentes, es África quien nos lo puede enseñar: que Dios y el diablo son una unidad, la majestad coeterna, no dos seres increados sino uno solo, y los nativos nunca confunden a las personas ni dividen la sustancia”.
Los masái tienen un alma palpitante y mucha sabiduría; un conocimiento que va más allá de los libros y la historia tal como la conocemos los que no pertenecemos a esta realidad; se trata de un conocimiento genético, arraigado en sus costumbres e instintos. Instintos muy afilados, como la espada que cargan. Nunca vi algo tan afilado en mi vida.
El cielo se aclara a las seis de la mañana y las gacelas más pequeñas ya están revoloteando frente a mi carpa; parecen niños jugando a las chapadas, indiferentes de los otros humanos que siguen durmiendo en sus carpas. Veo babuinos y “pumbas”. El “pumba” –sí, como el personaje de “El Rey León”– es mi animal favorito; es muy juguetón y escurridizo; tiene una cola de pelo rubio, un caminar muy chistoso, con sus patas cortitas, y un derrière musculoso.
Los bebés “pumba” son minúsculos, y van en perfecta sincronía al lado de su madre, sin dejarla ni un segundo; me dan ganas de ir corriendo hacia ellos y ver cómo reaccionan. En general, me dan ganas de hacer eso con todos los animales, menos con los elefantes y los felinos, que me producen tanto respeto que me provoca arrodillarme ante ellos y alabarlos por su grandeza y presencia.
Lo más parecido al Paraíso
Es como estar en otra dimensión. Ellos, los animales, me enseñan a estar quieta, a escuchar, a estar atenta a sus mínimos movimientos, a entender su lenguaje… No hay prisa, es como si la vida acabara de empezar. La naturaleza, sabia y sencilla, sigue su curso, desprovista de interpretaciones. Aquí todo es lo que parece. Y me siento segura, pequeña, humilde. Ellos saben todo lo que hay que saber. ¿Qué puedo enseñarles yo que no sepan? Nada. Pienso: aquí me podría quedar toda la vida.
A las seis de la mañana hay que despertar, pues media hora más tarde debemos estar en el coche para los game drives. Mientras avanza el carro, sientes el aire fresco de una mañana sin rumbo ni destino; solo queda comulgar con el presente; vagar con la esperanza de seguir topándote con la magia y compartir un momento en el tiempo. El sol ya ilumina todo el campo y se puede ver a los animales con toda claridad. Para los carnívoros, es la hora de buscar el desayuno; los leones entran en acción, han dejado a los cachorros escondidos, esperando la comida que van a traer sus madres.
Estamos fuera del camino señalado. Kinoti (“suertudo” en Meru), nuestro guía, nos ha llevado al escondite de esta manada de leonas con sus bebés; vemos a las leonas esperando el momento de atacar; aquí, el factor sorpresa es fundamental. No tan cerca de las leonas, hay tres jirafas conscientes del peligro, que las miran fijamente, dejándoles saber que no las van a sorprender. La tarea para los leones no resulta fácil, por más rápidos que sean. De hecho, las chitas pueden hacer “piques” de 120 kilómetros por hora en distancias muy pequeñas, pero deben descansar mucho para recuperar su energía. Por eso atacan por sorpresa; y tienen que estar muy cerca de su víctima para lograr comer; saben esperar pacientemente, como los leones que ahora vemos.
Paciencia, pienso. Eso es lo que vienes a aprender a África; paciencia, sorpresa, estrategia, trabajo en equipo… Todo lo que uno debería aplicar en un buen matrimonio. Vaya luna de miel… La mujer caza, el hombre protege… Me gustan los leones. He dejado una parte importante de lado, en relación con su comportamiento: son poliamorosos, pero muy territoriales. Aquí en el Mara, tanto los animales como los hombres y mujeres masái se hacen cargo solo por lo que pueden responder; un hombre masái podría tener cinco o más esposas, pero eso significaría contar con muchas cabras o vacas; es mucho dinero.
Las esposas se hacen cargo de las cabras, de las vacas y de los niños y, en consecuencia, están felices de tener ayuda en la familia. La primera esposa es la que elige a la segunda esposa; una sola esposa no puede cuidar a más de diez vacas; es mucho trabajo cuidar vacas, cabras, ovejas y niños. Además, son ellas las que construyen las casas. Cada esposa tiene una casa con sus hijos. Están construidas en forma de círculo, con el espacio para el ganado en el centro; están hechas de abono del rebaño y lodo; duran siete años, y soportan lluvias y sol.
Voy a visitarlos, bailo con ellos, pido a las mujeres que me enseñen a cantar, me visten, me ponen collares, me muestran sus casas y los niños me hacen preguntas muy curiosas. La sonrisa que veo en ellas es la más honesta que he visto en mucho tiempo. No tienen mucho, solo lo necesario para vivir, e incluso menos que eso, pero sonríen como si la vida se resumiera al sol, a los niños, a la comida, la naturaleza y la sabiduría; a canciones y risas. Tienen un sentido del humor muy fino. Por su parte, los hombres alimentan a los animales, llevándolos fuera a encontrar grass fresco.
Pueden estar fuera por meses. Especialmente en temporada seca. Los masái beben leche con sangre; pinchan a la vaca en el cuello para obtener la sangre y la mezclan con la leche para saciar la sed, por la carencia de agua. Los cuerpos de los masái están genéticamente preparados para viajar largas distancias. Llevan una lanza que Chad (mi esposo), por experiencia, aprendió a respetar por el nivel de dificultad de su manejo. Imagínense apuntar con aquella lanza filosa y pesada, y lanzarla al león que viene a atacarte…
Cuando los masái están en casa, proveen para toda la familia; cuidan a la familia y al ganado de los leones. Los hombres masái no duermen, están muy preparados desde pequeños (mediante diferentes rituales) para soportar el dolor, sin parpadear; saben cómo defenderse de los leones, saben cómo matarlos y regresar con sus cabezas a casa. Paramilia, nuestro guía masái, es de una sinceridad tan noble como su mirada. Paramilia significa “guerrero”, como su padre. No habla inglés, pero tengo siempre el presentimiento de que me entiende perfectamente.
Le digo que soy de Perú, y su mirada se ilumina; me siento muy exótica en este momento… Luego le pregunto cuál es su nombre, con mis escasas palabras masái, que aprendí de Kinoti, y pronuncia un nombre en inglés, como suele hacer ante esa pregunta. Pero insisto y le pregunto por su nombre africano; su sonrisa se hace grande, como si nadie le preguntara eso habitualmente. Siempre sonríen cuando les pregunto el significado de sus nombres… Casi todos tienen significados muy bonitos y suenan a canciones.
Paramilia ríe a carcajadas en uno de los game drives, cuando le pido a Kinoti que me deje manejar. Kinoti me deja tomar el volante y yo hundo el pie en el acelerador (como suelo hacer siempre que me dejan) y todos se agarran bien de sus asientos. Al llegar al campamento después de haberlos hecho saltar en sus asientos, noto que Paramilia se aguanta la risa. Al verme riendo de la situación, comienza a aplaudir y a reír a carcajadas; me da la mano como felicitándome por mi “valentía”; noto que tiene ganas de abrazarme, pero se contiene.
¿Sería la primera vez que ve a una mujer manejar? No lo sé, pero nos reímos juntos, a pesar de no hablar la misma lengua. Su mirada contiene respeto y cariño. Le doy un beso y un abrazo y entramos al campamento. En momentos como este es que agradezco a mi padre por no haber hecho de mí una princesa; por haberme enseñado a montar a caballo, a acampar, a ensuciarme, a ser aventurera, a ver películas de cowboys… Y a aprender a manejar cualquier tipo de carro a los trece años.
Es la última noche en Cottar’s Camp. Y se me viene a la cabeza la palabra “magia”, una palabra que ahora relaciono muy bien con África. Chad y Calvin tienen una sorpresa preparada para mí, junto a una fogata en el campamento, muy cerca de los elefantes; solo nos ilumina el fuego rojo. Entonces llegan diez hombres masái entonando los sonidos del paisaje, los sonidos nativos; son fuertes y ceremoniales; algunos imitan el sonido de animales; tonos graves y casi amenazantes, mezclados con gritos agudos como de aves y babuinos. Su baile es algo que jamás he visto, ni en películas relacionadas con África; mueven el cuello hacia adelante, a destiempo de la melodía, saltan muy muy alto, todos en perfecta sincronía.
Hacen un círculo alrededor de mí, acercándose, como invitándome a unirme a lo desconocido; me da un poco de miedo al principio, pero Paramilia, a quien apenas pude reconocer en la oscuridad, me alcanza su mano. Empiezo a bailar con ellos. Bueno, “bailar” es un decir, porque no hago ni la mitad de lo que ellos hacen. Chad me mira como si viese a otra persona, a alguien totalmente fuera de su zona de confort, pero totalmente entregada a los sonidos nuevos que estremecen mi cuerpo y alma como nunca antes.
Tengo ganas de llorar cuando se van; siento que me han devuelto algo que se me había perdido en algún lugar del camino; siento que me conocen y entienden mi naturaleza, mi pasado y lo que soy, sin siquiera preguntármelo; siento que podrían curar cualquier dolor escondido. Y quizá eso fue precisamente lo que hicieron conmigo esa noche: me aliviaron el alma; me sacaron de mi mente tan pesada, tan terca y perfeccionista, pienso; me dieron calma y paciencia, vida y fuerza; me mostraron un camino más liviano, más sencillo para amar y cultivar la simpleza del alma.
África es eso: te quita el peso que llevas en el pecho, en el alma. Mágicamente, te levanta y te aterriza al mismo tiempo; te abraza; te hace sentir segura, viva, presente.
Mis miedos desaparecen como la mirada valiente de Paramilia en la penumbra.