Hay un hecho extraño que siempre he observado en el mundo heterosexual limeño: estoy aquí para pasarlo bien con los que conozco, no para conocer novedades. En el mundo queer de la capital, es muy distinto. No hay pinturitas, pero sí las ganas de conocer gente nueva, otros grupos, aunque muchas veces los personajes se repiten.

Por Diego Molina

Sábado una de la madruga. Un local impresionante con grandes pantallas rectangulares y colores fosforescentes. Naranja, verde y rosado. Habría unas 400 personas o más. La música transitaba entre la electrónica y los hits bailables. Las ganas estaban y todos querían tonear y pintarse. Porque la fiesta se llama “Paint” porque en algún momento te dan témperas para pintar y fregarle la ropa a quien quieras. O a los de tu box al menos. Esta es una fiesta que se hacía en Asia, pero cambió de destino según las limitaciones del Covid y de las municipalidades. Entonces, estamos en medio de la nada en Lurín. Pero, estructurar boxes era claramente la prioridad.

La forma del lugar no estaba diseñada para conocer y conocerse. No había, por ejemplo, una pista de baile universal. El truco era que cada uno esté en su grupo, sus amigos, su gente, no mezclar las cosas. Me encuentro con alguien que conozco, él en su box y yo en el mío. Lo saludé, pero no lo volví a ver. Y así fue hasta el fin de la noche. Tú paras con los que trajiste y te trajeron. Diviértete con ellos. Hay filtros más allá de quién ha logrado venir. Tendrías que tratar con mucho esfuerzo, y eso no funciona en las relaciones humanas.

Llegó la hora de pintar y ser pintado. Un desmadre organizado. Todo muy divertido y tomábamos whiskey con “Red Bull” pero, escapar de tu espacio a pintar a un fulano que no era de tu manada sería invasivo. Entonces era un carnaval, pero con cada uno en su sitio. Salí a dar una vuelta a ver qué encontraba. Me hubiera gustado conocer otra gente, solo por el hecho de conocer. Pero cada grupo andaba en su onda, en su baile, en su pintada. Después de la gira de reconocimiento, mejor regresar a mi espacio.

Nada malo con eso, salvo por el hecho extraño que siempre he observado en el mundo heterosexual limeño: estoy aquí para pasarlo bien con los que conozco, no para conocer novedades. En el mundo queer de la capital, es muy distinto. No hay pinturitas, pero sí las ganas de conocer gente nueva, otros grupos, aunque muchas veces los personajes se repiten.

En Lima queer, no importa si eres de Magdalena o de San Miguel o Pueblo Libre o más allá. No importa si el local es “El Dragón” o el “Centro de Convenciones de Barranco” o “Callao Monumental” o “La Casona” del centro de Lima. Todos son bienvenidos y, acaso, lo que jala es lo que ves y lo que sientes y lo que te provoca, más que el origen. Eso es secundario. Creo que eso es inclusivo, y que eso es bueno en esta sociedad dividida.

Para los strights a este nivel, mezclarse no es buena idea. El objetivo son 100 fotos con quienes conoces hace buen tiempo. Y a mí me suena que las cosas no han cambiado tanto desde que iba a loas discotecas Gótica o a Aura. Circa, año 1998: tienes que ser el amigo del amigo o del primo para relacionarte; si no, estás fuera del “círculo de confianza” y eso te hace, digamos, peligroso.

Al final de la noche, las mujeres son más relajadas y conversadoras. Pareciera que el miedo no les cuadra tanto. Los hombres, en cambio, parece que tienen mucho que perder. Incluyendo su bien “ganada” masculinidad: aunque la nueva generación sea más relajada con otras versiones de la sexualidad (porque el promedio era 25 años), a los chicos de “este nivel” no les da para escapar de sus encuadres. Sí lo hacen, de lo que se, se hace caleta, en secreto, con ciertos personajes que les garantizan el silencio: “el que come callado, repite” dice la cínica frase popular.

Terminé lleno de pintura en mi pelo, mi cuello, mis lentes y en mi pantalón. “We own the night” decía el brazalete de la fiesta exclusiva. Fue divertido, pero no tan así: para mí, los dueños de la noche son los que se arriesgan y se escapan de su casi inalterable zona de control.

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