«A mitad de camino, sonó una alarma en mi cabeza y un temblor en mis vísceras. No tengo más palabras para informar sobre aquello que me hizo reaccionar inmediatamente. “Esto del yoga no me gusta tanto”, le dije mientras me levantaba y me abotonaba y él retrocedió a su pared. Luego se paró, hablamos algunas cosas que no recuerdo y me dejó ir. La sesión espiritual había acabado. Nunca más me volvió a llamar».
Por Diego Molina
El año debe ser 1991. Colegio San José de los jesuitas en Arequipa. Yo tenía 13 años. En plena clase de matemática, que detestaba, el sacerdote se acercó a la puerta abierta y dijo: “Molina”. Era mi momento obligatorio con el padre espiritual de segundo de media. A todos le tocaba. Y yo feliz, con tal de salir del curso en el que, si no estabas al nivel, te sacaban con carpeta del salón.
El padre “A”, que debe haber muerto hace mucho, era alto y sus pelos blancos se elevaban desde los bordes de su cabeza. Su voz era rasposa pero tranquila. Creo que tenía ojos claros. Había oficiado varios matrimonios. Yo lo vi en uno, donde demostró su elevado conocimiento de la teología. Hombre muy respetado.
Me condujo a su oficina: un espacio rectangular y angosto, con un sofá largo y un escritorio detrás del cual brillaba el seco y brutal sol serrano, a pesar de la cortina, en la única ventana. Nos sentamos, con él a espaldas de la luz. Lo primero, la confesión. “Ave María purísima”: “sin pecado concebida”. Entre mis pecados, le conté que me masturbaba. “¿En qué piensas cuando te masturbas?” preguntó con calma. Si le decía que en chicos, por un segundo entendí de que sería un punto de no retorno. “En nada”, respondí. “¿Cómo que en nada?, ¿no piensas en alguien?” increpó el teólogo. “En nada”. Hasta ahora agradezco mi respuesta insincera, porque habría sido un arma en mi contra.
El caballero sacó de algún cajón un libro gordo y azul y lo puso sobre sobre el escritorio. El título decía “yoga” en letras naranjas. “¿Qué opinas del yoga?” preguntó, y yo me mostré interesado sobre algo que sonaba arcano. “Pues mira, es una disciplina excelente” respondió a mi ignorancia. De ahí soltó una explicación que no recuerdo. Son más de 30 años. Yo confiaba en lo que sea que él diga. Un sacerdote es un enviado de Dios.
Me dijo que era muy importante la posición, la flor de loto. Entonces, nos sentamos frente a frente en el piso. Me fue informando cómo poner cada parte del cuerpo y cómo debía ser la respiración. Piernas cruzadas, mentón pegado al cuello, manos sobre las rodillas con el índice y el anular tocando el pulgar. Yo seguía cada mandato. Después de unas respiraciones profundas, me miró con fuerza e increpó: “no lo estás haciendo bien, te falta respirar mejor”. Súbitamente, se lanzó hacía mí y se dedicó a desabotonar mi camisa blanca del uniforme escolar.
A mitad de camino, sonó una alarma en mi cabeza y un temblor en mis vísceras. No tengo más palabras para informar sobre aquello que me hizo reaccionar inmediatamente. “Esto del yoga no me gusta tanto”, le dije mientras me levantaba y me abotonaba y él retrocedió a su pared. Luego se paró, hablamos algunas cosas que no recuerdo y me dejó ir. La sesión espiritual había acabado. Nunca más me volvió a llamar.
Años después, confesé el incidente a 2 amigos. Uno de ellos, respondió con su propia experiencia: “me pidió que me masturbara delante suyo”. El otro: “me hizo hipnosis echado en el sofá, no recuerdo nada”. Nunca lo sabremos.
Éramos 3 casos en una promoción de casi 100 estudiantes. Siempre me atormentó la duda ante qué les habría podido suceder a todos los demás, en la oficina espiritual.
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