Los últimos días de Pedro Pablo Kuczynski como presidente de la República parecieron anunciar lo peor, el derrumbe del régimen, pero no lo que finalmente ocurrió: el ordenado traspaso constitucional del cargo al vicepresidente Martín Vizcarra. Y este terminó encarnando otra sorpresa: la de un gobierno sin grandes figuras políticas, con la sola excepción de César Villanueva, que repite el premierato que le fue fugaz e ingrato con Ollanta Humala. Vizcarra y Villanueva buscan hacer un gobierno alejado del cacareo político y mediático, y más bien entregado, pragmáticamente, a resolver males como la abandonada reconstrucción del norte. Insólita circunstancia de estabilidad en un país como el Perú: institucionalmente dañado, políticamente judicializado y judicialmente politizado.
Juan Paredes Castro (*)
Son escasos los políticos en ejercicio en el Perú dispuestos a responder la pregunta de quién tira a quién la primera piedra y quién es más culpable que quién frente al generalizado fenómeno de la corrupción. Este es el síndrome bajo el cual discurre la vida política, económica y social, con más espacio de atención dedicado a lo que va y viene del pernicioso caso Odebrecht que a los asuntos propiamente de gobierno, Estado y el bienestar de la gente.
Keiko Fujimori ya no tiene motivos ni razones para pelearse con nadie, después de que su principal adversario político, Pedro Pablo Kuczynski, perdiera el poder. Sin embargo, ha encontrado en su hermano Kenji el blanco justificado perfecto para supuestamente separar tensamente la paja del trigo al interior de su partido, Fuerza Popular. Al costo, por supuesto, de que ambos, ahora en caminos distintos, empiecen a sufrir fuertes bajas en su aprobación pública.
La revelación de una oscura compra de votos en el Congreso en una operación que perseguía salvar a Kuczynski de la vacancia pero que acabó precipitando su renuncia (el tiro de fusil salido por la culata) e involucrando penalmente a Kenji Fujimori, otros congresistas y a un ministro de Estado (Bruno Giuffra) se ha convertido en un morboso culebrón político-judicial de imprevisibles consecuencias.
El reparto de acusaciones y culpas es tan vasto desde y en la esfera política por los casos de los ‘Mamaniaudios’, Odebrecht y otros relacionados con el narcotráfico –como el más reciente del parlamentario fujimorista Edwin Vergara– que la capacidad de los órganos de control y fiscalización del Congreso, de la Fiscalía y del Poder Judicial, que para administrarlo se queda siempre más corta que la cola de paja de muchos de los que, en otro tiempo, como los ex presidentes Toledo, Humala y Kuczynski, agitaron las banderas de la lucha anticorrupción y la defensa de los derechos humanos. Esto hace que prevalezca poderosamente la enraizada impunidad por sobre cualquier esfuerzo, por grande que sea, para materializar investigaciones, acusaciones y sanciones reales y efectivas respecto de los delitos imputados.
Así las cosas, mientras un discreto y silencioso fiscal de la Nación, Pablo Sánchez, aguarda ser relevado en unos meses más por su colega Pedro Chávarry, el locuaz y mediático presidente del Poder Judicial, Duberlí Rodríguez, sale abierta y públicamente a rebajar la sensación de cualquier sobresalto público en el eventual caso de que el Tribunal Constitucional revierta el actual estado de prisiones preventivas que cumplen el ex presidente Ollanta Humala y su esposa Nadine Heredia.
Al margen de que estas determinaciones judiciales sean justas o injustas, lo cierto es que resulta impertinente la opinión del máximo representante del Poder Judicial en un momento en el que la sentencia del Tribunal Constitucional por dictarse sobre ambos casos pasa por una ambigua e insólita situación interna, más que burocrática.
El país sigue tan polarizado que unos y otros, incluyendo autoridades políticas y judiciales, tienen sus “inocentes” que defender y sus “corruptos” que condenar, a tal punto que fiscales, jueces y ahora magistrados del Tribunal Constitucional se ven en la circunstancia de establecer “equilibrios” y “contrapesos” en sus sentencias y resoluciones.
Si ahora arrecia la tendencia a evitar las prisiones preventivas para los acusados por lavado de activos, no tendremos que sorprendernos entonces que sobrevengan, casi automáticamente, sucesivas excarcelaciones, así las motivaciones y justificaciones de las mismas estuviesen sólidamente fundamentadas.
Perfil bajo:
En este marco de la politización de la justicia y de la judicialización de la política y con un horizonte de lucha contra la corrupción que no tiene derrotero ni liderazgo claro, el presidente Vizcarra y su primer ministro Villanueva le han puesto paños fríos constructivos a su propio trabajo y principalmente a las expectativas y demandas populares que naturalmente provienen de un largo tiempo gubernamental (el de Kuczynski y sus gabinetes) en el que se hicieron muy pocas cosas y se abandonó a su suerte el proceso de reconstrucción del norte. Por lo pronto, las encuestas brindan al nuevo mandatario y a su gobierno señales de aprobación suficientes para remontar el corto y mediano plazos.
En efecto, Vizcarra y Villanueva, en una distribución de roles que todavía es ambigua, pero con notoria actuación pública del segundo como vocero del gobierno, han logrado acentuar una vuelta de página en la conducción del país, inclusive con marcado estilo propio, aunque con no pocos borrones que despejar en el margen. En primer lugar, no puede haber demora en sanear el desfase fiscal y reordenar, en un sentido estricto, la hacienda y las finanzas públicas. La designación de David Tuesta como ministro de Economía, por recomendación del ex ministro del ramo, Luis Carranza, trae consigo una atmósfera de confianza en el manejo de la política económica y emite señales transversales de que el gasto público irá aparejado, paso a paso, con la gestión pública eficiente, sobre todo en las administraciones regionales, que tanto Vizcarra como Villanueva conocen bien.
La modestia y perfil bajo con que Vizcarra y Villanueva conducen el país no debe hacerles perder de vista la necesidad de que los despachos de ambos (el presidencial y el del primer ministro) dispongan de asesoría y asistencia del más alto nivel político y tecnocrático, y en todos los aspectos que sus respectivas funciones demandan. Así, ni uno ni otro terminará delegando en ministros, viceministros y otros funcionarios un innecesario oportunismo en el manejo de asuntos que podrían analizar y resolver ellos mismos, antes que generar poderes paralelos en niveles de subordinación que ya tienen mucho con lo suyo propio. Deben estar preparados para evitar que la vulnerabilidad de sus despachos, carentes de estructura sólida, no solo propicie el paseo de tortugas por debajo de los escritorios sino la infiltración de poderes paralelos de mayor peligrosidad.
La gran interrogante, a pocas semanas de la sustentación ante el Congreso de sus planes de gobierno y sus restrictivos pedidos de exoneración de facultades legislativas, es si en verdad Villanueva va a convertirse en la perfecta bisagra entre el Ejecutivo y el Legislativo, bisagra sin duda vital para la recuperación de imagen y confianza de ambos poderes del Estado. De ser así, Vizcarra estará en mejores condiciones para tender puentes con los máximos líderes de los partidos políticos, con quienes no solo debe romper un duro y acumulado hielo sino emprender iniciativas de reforma, como la política y electoral, que precisamente contribuirían a exhibir a futuro un Legislativo, mejor si bicameral, fundamentalmente más presentable y representable que el de hoy en día.
Por debajo de la urgente reactivación de la política económica y de la reconstrucción del norte como tareas prioritarias, la ausencia de una estrategia gubernamental anticorrupción arroja hacia la opinión pública la certeza de que Vizcarra y Villanueva tienen que construirla, ya sin demora, desde sus bases. En este objetivo tienen el apoyo de un nuevo contralor general de la República, Nelson Shack, que es toda una garantía de eficiencia, pero, claro está, no la única. Todos y cada uno de los órganos de línea del aparato gubernamental y estatal deben y tienen que pasar por una nueva reingeniería del control, con características y responsabilidades que probablemente nunca llegaron a ponerse en práctica.
No estamos ante un gobierno de salida que pudiera moverse dentro del corto plazo de convocatoria a elecciones inmediatas y entrega del poder a un siguiente improvisado presidente, cosa que no dejó de estar en la cabeza de algunos líderes políticos ante el fantasma de la inestabilidad en el país. El plazo de Vizcarra es el de tres años y medio, tiempo legal y constitucional al que él mismo tendrá que corresponder y dar sentido con una gestión digna de culminar el mismo año del Bicentenario de la Independencia.
(*) Juan Paredes Castro, analista político, ex editor central de Política y Opinión y ex director (a.i.) de “El Comercio”. Actualmente, es columnista político dominical del mismo diario y colaborador de COSAS.