El trabajo de Jose Luján y Diana Samanez no ha sido de un día para otro. A las investigaciones del primero, que ya tienen más de diez años, se sumó el legado de Samanez, de linaje picantero y abuela de buena sazón. Fue el encuentro armonioso de dos mundos que buscaban lo mismo sin saberlo: darle una nueva mirada a un recetario potente que recorría Cusco, pero no se asentaba completamente. Así, hace dos años montaron Cusqueñísima Picantería, un espacio de celebración y recopilación de las más antiguas recetas de la región. Donde, como Diana dice, trabajan jóvenes enamorados de la tradición.
Por Paola Miglio (@paola.miglio)
Quizá lo que más trabajo le ha tomado a José Luján y Diana Samanez es poner en mesa los dulces cusqueños. Esos que con el tiempo fueron desaparaciendo del cotidiano para hacerse casi invisibles y quedar reducidos a cuatro o cinco. Con insistencia han encontrado de alrededor de 40 recetas y hoy en su Cusqueñísima Picantería (Avenida Alfredo Yepez Miranda Urb. Magisterio, segunda etapa, C-8, Cusco) sirven varias: nísperos encaramelados que se mantienen frescos por dentro, un alfajor de delicada masa y tres pisos, bizcocho humedecido en leche y la famosa lengua de suegra, esa que rogamos que no nos alcance nunca, pero que devoramos crujiente, con el hojaldrado preciso y manjar de olla. Empezamos casi por el final, porque el almuerzo es opíparo y acá siento que nos estamos comiendo retazos de historia, de una historia quebrada que este par de jóvenes se ha propuesto recomponer desde el respeto y la tradición. Han acumulado más de 600 recetas en todo el tiempo de investigación, y hace un año montaron un espacio donde comenzar a compartirlas, que mostrase no solo sabor y buen hacer en cocina, sino recopilace retazos de ese Cusco hermoso picantero queno se conoce tanto fuera de la región.
Su lawa es cremosa, animada con ruda y queso picado. Su capchi de habas cremoso, y acompaña, discreta, pero de manera reconfortante, cualquiera de los guisos que vienen luego: el de rabo, la lengua sutil entomatada o el bistec apanado a la olla. Luego el delicado chupe de pera y los rocotos rellenos. Uno arrobozado, como el que se vende en la calle, de relleno abundante, y otro de setas, donde el frescor de los tonos herbales de la carne del fruto se intercala con lo terroso de los hongos y el picor en su punto justo. Este solo se hace en temporada, porque acá todo tiene una estación, y eso es lo fantástico, no solo por la naturaleza que manda, sino el mes o la festividad. La malaya dorada se desprende del hueso de manera amable, carnosa, y un té de muña piteado con whisky de jora de Ollantaytambo, macerado en cañazo o anisado prestado de los vecinos de Arequipa, cierra con sintonía el comer.
La propuesta de la pareja es inteligente, pues además de sumergirse en un mundanal de recetas que podrían resultar ajenas por el tiempo, ha logrado, con balance y tino, recuperar sabores de infancia. Preguntando a abuelas, tías, madres, cocineras. Probando y haciéndolas probar. Basándose en las raíces y con admiración de lo pasado. Porque sin eso no se pueden generar cambios ni revoluciones. Sin solidez no hay avance.
En la noche, luego del generoso almuerzo, hubo celebración, y nuevamente culto a lo regional, a eso que no miramos desde una Lima sofocada en sus propios caldos y menesteres, orgullosa de mirarse panza y ají de gallina. Esta vez en Cusqueñísima se juntaron varios de los grandes representantes de la cocina peruana: doña Benita Quizaño y Roger Falcón viajaron desde Arequipa para preparar una ocopa de camarones hecha en batán; Miguel Intiquilla (Panchita) saboreó el norte con un arroz aculantrado y carrilleras envueltas en col; hubo nuevamente capchi y malaya para Cusco; y José del Castillo hizo un adobo todas las sangres, porque el adobo, anotó, es de todos, de norte, centro, sierra y costa, y así tierno por dentro y con corteza crocante, un golpe de horno hizo que fluyese el cuchillo dentro de un lechón jugoso que acompañó con puré de papas locales. Entre chichas y cañazos llegados de Ollantaytambo la noche cerró plena, con la necesidad del aprendizaje pendiente y la promesa del regreso apurado.
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