La sucesión espiritual, la injerencia china y el debilitamiento del liderazgo tibetano plantean un desafío histórico para una comunidad que intenta preservar su identidad desde el exilio y con cada vez menos apoyo internacional

Por Redacción COSAS

A punto de cumplir 90 años, el Dalai Lama —líder espiritual del budismo tibetano y figura clave de la causa por la autonomía de Tíbet— enfrenta una realidad que no puede postergar más: su propia sucesión. En casi siete décadas de exilio, ha construido desde la India una nación sin territorio, con parlamento, escuelas, monasterios y hasta cooperativas agrícolas. Sin embargo, su creciente fragilidad física y la ofensiva china por controlar el budismo tibetano han encendido las alarmas sobre el futuro de su pueblo.

Desde su salida de Lhasa en 1959, huyendo de la persecución del régimen comunista, el Dalai Lama se ha dedicado a mantener viva la identidad tibetana. “En el primer encuentro que tuvimos en el exilio, él me dijo que los monjes no podían seguir solo meditando. Teníamos que aprender de los cristianos: ser maestros, enfermeros, doctores”, recuerda el Samdhong Rinpoche, su estrecho colaborador por más de seis décadas y primer ministro del gobierno en el exilio.

El gobierno tibetano en el exilio opera con un presupuesto anual de 35 millones de dólares, financiado en parte por Estados Unidos, India y Europa, aunque con recortes crecientes desde la era Trump.

Ese gobierno, hoy encabezado por Penpa Tsering, opera desde Dharamsala, en el norte de India. Con un presupuesto anual de 35 millones de dólares —aportado en parte por países como Estados Unidos e India, pero cada vez más incierto—, la administración tibetana intenta sostener las estructuras institucionales de una nación que vive en su tercera generación de exiliados. “Antes no teníamos que trabajar tanto, porque Su Santidad estaba allí. Ahora, no tenemos ese mismo respeto. Yo soy un tibetano ordinario de familia campesina”, admite Tsering, actual sikyong (presidente).

La pregunta de qué pasará después de el Dalai Lama ha cobrado urgencia. El propio líder espiritual ha anunciado que en su cumpleaños, el 6 de julio, presentará un plan para definir los términos de su sucesión. Según la tradición, el nuevo Dalai Lama se busca entre recién nacidos tras la muerte del anterior. Pero ese proceso, que puede tomar hasta dos décadas, abriría un peligroso vacío que China intentaría llenar.

De hecho, ya tiene un antecedente. En 1995, cuando el Dalai Lama reconoció al undécimo Panchen Lama —segunda figura en jerarquía del budismo tibetano—, el niño desapareció misteriosamente a los seis años. Desde entonces, no ha sido visto. En su lugar, China impuso su propio Panchen Lama, quien este junio se reunió con Xi Jinping y reiteró su lealtad al Partido Comunista. Un gesto que muchos interpretan como ensayo de lo que buscarán hacer con la sucesión del Dalai Lama.

Alrededor de 140,000 tibetanos viven actualmente en el exilio, la mitad en la India. La diáspora mantiene activa su identidad a través de escuelas, monasterios, parlamento y redes comunitarias digitales.

“El Dalai Lama ha estado fuera de su casa por 65 años. Eso ya ha generado un gran dolor, frustración y enojo entre los tibetanos dentro de Tíbet”, advierte Tenzin Tsundue, activista y poeta en el exilio. “Esto va a estallar como un volcán”, sentencia.

Para evitar que eso ocurra, el Dalai Lama ha dejado entrever que el próximo líder espiritual podría ser una persona adulta, no necesariamente un varón, y que nacerá en un “país libre”, lo que podría significar entre los 140,000 tibetanos que viven en el exilio. Se trataría de un giro sin precedentes que busca bloquear el control chino sobre la religión.

Pero las señales de desgaste son visibles. Sus apariciones públicas se han reducido notablemente. Para trasladarse al templo, debe usar un carrito de golf y requiere ayuda para sentarse. En una de sus últimas sesiones de enseñanza, al estornudar, la preocupación se reflejó de inmediato en los rostros de los asistentes.

Beijing ha endurecido el control sobre la región tibetana, restringiendo la práctica religiosa, las expresiones culturales y el idioma, mientras invierte en megaproyectos para consolidar su presencia e identidad nacional en la zona.

“No solo fe ciega en las enseñanzas de Buda”, respondió ante la pregunta de cómo ser budista tibetano en el siglo XXI. “Lógica y razón”, insistió. Así resume su legado: una espiritualidad abierta, sin dogmas, adaptada al mundo moderno.

En 2011, el Dalai Lama cedió oficialmente su rol político al nuevo sistema democrático que ayudó a fundar. “Su Santidad estaba decidido a que, tarde o temprano, él debía ser irrelevante”, dijo el Samdhong Rinpoche. Pero su figura sigue siendo el pilar que mantiene unida a una comunidad sin patria.

Ahora, con el tiempo en contra y las amenazas en aumento, el pueblo tibetano se aferra a su liderazgo mientras se prepara para navegar un futuro incierto. Como expresó Tsering Yangchen, parlamentaria en el exilio: “Esperamos lo mejor, pero nos preparamos para lo peor”.

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