Por: José Ignacio Beteta (*)

Cuando el alcalde López Aliaga decidió importar vagones de Caltrain desde los Estados Unidos, seguramente creyó estar tomando una decisión sensata. Calculadora, incluso. Una de esas ideas que, sobre el papel, suenan a progreso. Actuó en modo “Worky”, claro está. Y Worky, ya saben —esa criatura tierna— no se detiene a reflexionar demasiado. Anda por ahí con su barriguita suelta y el entusiasmo a tope.

El resultado, por supuesto, ha sido el esperado: un choque frontal con la muralla burocrática. La pelota, como era de esperarse, acabó en los pies del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, esa institución cuya principal virtud parece ser el arte de no hacer nada. Y cuando se invoca “el debido proceso”, uno ya sabe que la decadencia y la mediocridad afloran.

Ahora bien, solo con eso, López Aliaga ya tenía medio artículo escrito. La narrativa es impecable: “quise actuar, quise resolver, pero he aquí la casta burocrática que no me deja. Por eso, cuando yo sea presidente…” —y aquí imaginen un “carajo” bien lanzado al aire— “…todo esto cambiará de una vez por todas”.

Pero Porky, además, tenía una carta bajo la manga: el Concejo Municipal de Lima aprobó subastar temporalmente los trenes a una empresa privada. Astuto, ¿no? Primer punto: ingresos para el municipio. Segundo: el servicio Lima-Chosica podría entrar en operación bajo una modalidad de inversión privada. Y ahora el MTC, para no quedar como el villano oficial, tendrá que aprobar lo que no aprobó cuando el actor era político, salvo que quiera realmente terminar en los créditos como el miserable de la obra.

La historia aún se escribe, pero cuesta imaginar cómo esto podría perjudicar a López Aliaga. Está capitalizando una novela donde él es el héroe dinámico que desafía a la maquinaria oxidada. Su estilo puede irritar, sus ideas pueden dividir, su gestión puede y debe ser criticada, pero si uno es honesto, tiene que reconocer que nos está mostrando el camino a seguir.

Y ese camino no se pavimenta con reglamentos ni informes técnicos. Se abre a machetazos entre expedientes polvorientos y oficinas donde el “vuelva usted mañana” es casi un mandamiento.

Según Ipsos, el tercer problema más grave del país —tras la inseguridad y la corrupción— es el abuso de las autoridades. No los criminales, ni los evasores, ni siquiera los políticos. Los burócratas. Esos comechados, corruptos y malgastadores.

Por eso, cuando escucho a ciertos amigos decir con el ceño arrugado: “Ese Porky, ¡qué prepotente! Quiere hacer todo al caballazo”, mientras alzan la nariz como si olieran mal gusto, me queda claro que nuestra élite sufre de un mal crónico: esteticismo moral. Les indigna más el qué dirán que el fondo. Les molesta más la falta de protocolo que la falta de resultados. Y así, mientras el mundo corre, nosotros seguimos atrapados en la fila del trámite número 170, esperando que alguien nos salve de esta situación.

¿Hasta cuándo seguiremos soportando autoridades de pacotilla y líderes indignados de salón? No lo sé. Pero mientras tanto, y con todos sus defectos, me quedo con el modo Worky. Y ojalá —con perdón de los puristas— más candidatos se contagien de esa urgencia incómoda. Porque en un país como el nuestro, la imprudencia algo temeraria es una virtud revolucionaria.

* Presidente de la Asociación de Contribuyentes del Perú.

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