El mayor regalo que puedes ofrecer a otras personas es renunciar a la urgencia de cambiar las emociones que sienten hoy.
Por Ana Paula Chávez (@anapaulachavezc)
Por supervivencia, los seres humanos nos alejamos del dolor y nos acercamos al placer. No es cosa rara que cuando sufrimos o vemos sufrir, intentamos evitarlo o distanciarnos de esas sensaciones molestas, del desagrado de no poder hacer nada más que “sentirnos mal”.
Con el tiempo y las nuevas generaciones, sumado al acceso a información en salud mental, ese primer instinto invalidante ha ido virando hacia algo así: “te entiendo, pero…”, “¿y si ves este otro lado del tema?”, “piensa en positivo”. En el intento de escucharnos, nos seguimos minimizando. Parece que escuchamos, pero en realidad seguimos intentando alejarnos del malestar.
Esa tendencia innata a escapar del dolor aún se filtra en nuestras palabras y terminamos generando el efecto contrario. Esa adolescente a la que se le dice que “hay cosas peores” no volverá a confiar en sus padres; esa amiga a la que le decimos “debes superarlo de una vez” guardará un duelo o proceso que podría aligerarse si se llevara compartido.
Y es que la empatía va más allá de la comprensión. Un concepto más acertado sería la sintonización, que demanda que seamos conscientes y deliberados en nuestras interacciones. No es solo escuchar las palabras, es sensibilizarse con la postura, la voz, la expresión, el lenguaje corporal, la sensación completa que me da estar frente a esa exacta persona.
Se podría decir, en otras palabras, que no se trata solo de escuchar con el oído, sino con el corazón. Pero claro, ello implica que uno esté mínimamente conectado consigo mismo, para desde ahí conectar con el otro. Si me cuesta tolerarme cuando no estoy del todo bien, será complejo que pueda tolerar al otro cuando duele, se enoja, se entristece o sencillamente tiene un mal día.Ahí se encuentra nuestro desafío.
Pero Ani, ¿cuál es la solución entonces? ¿Dejar que la gente sufra? En corto, sí. Nos cuesta aceptar que las personas necesitan y merecen sentirse como se sienten, y que no es nuestro lugar cambiar eso. Nos cuesta porque no nos lo permitimos nosotros mismos. Nos incomoda ver a alguien mal y queremos ofrecerle, en nuestro intento de empatía, una posible solución o mirada que le quite el dolor. Tal vez el paso más importante para ser mejores compañeros es aprender que esa no es nuestra tarea.
Debemos dejar de decirle a otros lo que tienen que hacer, cómo deben sentirse, en qué deben pensar. Esa experiencia les pertenece a ellos. En su lugar, podremos tomar el rol de quien sostiene una mano. Así, podremos ofrecer algo mucho más valioso que una solución: nuestra presencia.
El valor de dar la bienvenida incluso, y sobre todo, cuando las personas no están bien. Convertirse en un lugar donde tienen que performar una estabilidad cuasi perfecta; donde se pueden derrumbar de forma segura porque saben que pasará; donde no añadimos una capa de culpa y vergüenza a su ya complicada vivencia. Todos merecemos a alguien que escuche y que no intente sacarnos rápidamente del lugar emocional en el que estamos.
A veces solo basta con decir “te escucho”, “aquí estoy”, “¿qué puedo hacer por ti?”. Otras, es mejor callar. Nuestra disposición a escuchar y sintonizar puede ser un salvavidas para aquellos que no encuentran un lugar donde ser y sentir libremente. Aún más, puede ser nuestro propio salvavidas.
Que en el intento de escucharnos, no nos hagamos daño.
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