Un dos de enero, hace 32 años y un poco más, tú y yo por primera vez nos vimos las caras en este mundo terrenal. Yo no era lo que tú habías presupuestado, ya que tenías la ilusión de un varonil muchacho que, así como tú cargarías en tus brazos, él, orgulloso cargaría con tu nombre. Tenías muchísimos planes para tu primogénito, ya que lo pretendías moldear a tu imagen y semejanza, y además poderle enseñar todo lo que tú exitosamente habías aprendido como hombre.
Como tú, que sea audaz con la raqueta y que matemáticamente tenga la máxima ventaja al ser tenista profesional; por lo que finamente calculaste la fecha exacta en la que un doctor y unas enfermeras nos iban a presentar. Ahora, cuento el porqué de haber nacido en una fecha tan complicada, que, con bastante ironía, encima fue planificada.
Que herede tu destreza con los números, y que, además de poder hacer finos cálculos, sea agudo en su estrategia. Que sus impecables movidas en ajedrez nunca pierdan de vista a la reina, tanto en el tablero como en su paso por la tierra. Que, como tú y tu padre, cual buenos galanes, no solo sea un excelente cantante, sino que seduzca con la voz, con la mirada mate y con la guitarra encante.
Sin embargo, cuando dejaste que salga la luna, caiga la noche y que se meta el sol, llegué yo y empezó nuestro amor. Dejaste de lado las teorías, la técnica, los modelos y siendo tú mismo y sin proponértelo, conmigo fuiste el mejor maestro, ya que fuiste excelente profesor con el ejemplo. Te quiero, dijiste, siempre tomando mis manos entre las tuyas, mientras sentía yo en mi pecho un fuerte latido, después un suspiro y luego el chasquido de un beso febril.
Tú, tenaz, desafiante y siempre elegante, me diste la mejor enseñanza; no solo un modelo a seguir, sino que tatuaste en mi mente que yo soy quien tiene el privilegio de poder elegir. Que, mientras yo sea capaz de sustentar mi posición, siempre iba a ser dueña de la verdad. Así que, más de tres décadas después, orgullosa digo contigo aprendí.
Que, para poder apretar, había que soltar, y que generosamente al dejar ir, todo lo bueno iba a venir. En esas noches en las que no concilio el sueño, que una conciencia tranquila era mejor que el más potente Bromazepam. Contigo aprendí que sin importar cuales sean mis decisiones, mientras crea en ellas, vendrán nuevas y mejores emociones.
Que, al dejar que salga, íbamos a ser capaces de ver la luz al otro lado de la luna. Que, gracias a tu lucha constante por ir contra la naturaleza para poder alargar tu vida, la semana para mí siempre tuvo más de siete días, y que tu corazón, físicamente muy débil, de decirme cosas muy bonitas nunca se cansó.
Contigo aprendí, que mi madre y hermanas son mis mayores y contadas alegrías. Que, cuando la aurora comienza a dar colores, con tus virtudes, con todos tus errores; tu presencia no la cambiamos por ninguna. Y lo más importante, a ser dichosas tanto sola, como las cuatro juntas, yo contigo aprendí.
Hace un año que te extraño, y yo sé que no hay en el mundo amor como el que me diste. Te extraño como se extrañan las noches sin estrellas, como se extrañan las mañanas bellas y no estar contigo, por Dios, que me hace daño. Te extraño cuando camino, cuando lloro, cuando rio, cuando el sol brilla y cuando hace mucho frio, en cada paso que siento solitario, cada momento que estoy viviendo a diario, porque nunca dejare de sentirte como algo muy mío.
Cuando me tenías entre tus brazos, nunca me dejé de preguntar ¿Cuánto me debía el destino que contigo me pagó? A pesar de que ya lo sé, y siempre me preguntabas si te quiero como tú me quieres, ahora dime tu si de mí te acuerdas como yo de ti. Pero solo quiero que sepas que contigo no solo aprendí, sino que me enseñaste tanto que vives dentro de mí. Te fuiste rápido de este mundo, pero me dejaste el regalo más hermoso y más profundo: la certeza de que las cosas buenas ya contigo las viví.
Sí te quiero mucho, mucho, mucho, mucho. Tanto como entonces, siempre hasta morir.
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