La familia disfuncional vive en medio de conflictos no resueltos, la falta de reparación de vínculos y el abuso o ausencia encubiertos. A esta cultura familiar, para bien o para mal, se deben acomodar y adaptar los niños, y son estas adaptaciones las que dan forma a los adultos en los que se convertirán.

Por Ana Paula Chávez

La familia conforma un sistema dinámico de interrelaciones con su propia organización, normas, jerarquías, forma de comunicación, etc. La definición de disfunción familiar ha cambiado a través de las generaciones. En la generación de mis padres, “no hables de eso”, “no sientas”, “no pienses” y “no cambies” eran vistos como signos de fortaleza. Disfunción era que te permitieras sentir o te mostrarás afectado. La coyuntura les obligaba a forjar la mentalidad de “sigue adelante” y la disociación o toma de distancia de los sentimientos se consideraban necesarias y valoradas. Buscar ayuda quitaba tiempo de otras tareas que permitían sobrevivir.

Las nuevas generaciones crecimos sintiendo el impacto de las heridas que crearon estas dinámicas, las cuales identificamos como disfunciones. Y como consecuencia de esas heridas no sanadas, perpetuamos las reglas rígidas que describo a continuación.

1. “No hables de eso”

“Eso” refiriéndose a los problemas, los malestares o interacciones que ya dejaron de funcionar. O nadie lo debe hablar o se habla al respecto siempre y cuando la conversación siga el camino de quien manda; nadie puede comentar, añadir ni estar en desacuerdo. Los comportamientos insanos, o incluso violentos, no deben ser señalados.

El peligro de esto es que todo se hace más grande en silencio, a expensas del daño emocional que pueda generar. Los padres no se disculpan con los hijos ni se hacen cargo de las cosas que salieron mal, pues hablar implica asumir la verdad. En ese sentido, no hay responsabilidad afectiva ni comunicación sana. No existe ningún modelo de asertividad ni expresión de necesidades.

Mantener esto puede llevar a que un miembro sea atacado por compartir sobre el abuso que sufrió, que sea humillado o ridiculizado por expresarse sobre situaciones difíciles, que reciba silencio y miradas amenazantes en lugar de un espacio donde llorar y desmoronarse. Desafortunadamente, la lealtad hacia la familia en estas dinámicas a veces implica silencios cómplices. Sin embargo, querer hacer como que nada pasa, no evita que cosas malas pasen.

El extremo de completa negación y falta de consciencia de lo que ocurre es también riesgoso. Si nadie habla del elefante en el cuarto, entonces los niños se ven obligados a desarrollar hipervigilancia y monitoreo de las situaciones y estados emocionales de los demás: necesitan adivinar lo que ocurre para decidir cuál será su próximo paso. Serán después los adultos que se relacionan desde el miedo, desde la alerta y desde la sumisión. Serán los hijos adultos que no confían en sus padres, que en medio de problemas reales y grandes, y transiciones de vida, se sentirán completamente abandonados emocionalmente e incapaces de afrontarlo.

2. “No sientas”

“Lo que hay en ti no dejes ver, buena chica tú debes siempre ser, no has de abrir tu corazón” cantan en la famosa película Frozen. Que curiosamente narra la historia de dos hermanas que desafían las reglas y orden familiar para crecer.

El truco de esta segunda regla implícita es que no solo te demanda que no sientas -algo biológicamente imposible-, sino que si sientes algo, no pienses en compartirlo. Ejemplo de esto son aquellas frases de “todo está bien”, o “es mejor que los demás no te vean mal”. Así, cuando un miembro pide ayuda psicológica, en lugar de empatía recibe comentarios del tipo “que nadie se entere”, “pero si no estás grave, ¿para qué necesitas un psicólogo?”, “en mis épocas el psicólogo era otra cosa”. Asumir que todos los miembros están bien es sumamente peligroso y perpetúa problemas de salud mental que pueden poner en riesgo la propia vida.

También tenemos el extremo en el que si vas a expresarte se te exige cómo hacerlo y la gran mayoría de veces es “siendo positivo”. Pero mantener la máscara de la buena cara implica pagar un precio bastante alto. Y es que la expresión de todo nuestro rango emocional es necesaria para que todo nuestro cuerpo funcione como debe. Si nada doloroso se expresa, el niño crece limitado de identificar sus propios sentimientos y empatizar con otros y, en el peor de los casos, asume la injusta tarea de brindar apoyo emocional a sus padres emocionalmente inmaduros (cuando esto debería ser al revés).

Muchos hijos adultos son avergonzados por sentir algo diferente a gratitud por la familia. Pero es que no expresar sentimientos implica que no hay demostración de afecto ni apreciación por los demás (más allá de un techo, de dinero o de algo material). Así, no sentirse querido ni nutrido emocionalmente genera secuelas importantes en la evolución de la relación padre-hijo adulto. ¿Por qué se sentiría solo amor por quien nunca ofreció una sensación de cariño? En su lugar existe mucha duda y ambivalencia en los sentimientos hacia los padres.

“Lamentablemente, nadie en nuestra familia dijo nunca: ‘Te amo’. ¿Te das cuenta de eso? La verdad es que creo que todos teníamos miedo de decirlo, ya que la respuesta obvia hubiera sido. “Bueno, si esto es amor, ¿cómo es el odio?”

― Louie Anderson, Querido papá: Cartas de un hijo adulto

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3. “No pienses”

No tener la oportunidad de generar una propia mirada del mundo y que la expectativa sea ser una copia exacta de los padres es ilógico e irrealista. Esperar que los hijos piensen igual que los padres es privarlos de una tarea de maduración importante como el pensamiento crítico y la toma de decisiones.

El mandato de no pensar ni cuestionar “porque soy el padre y sé más que tú” se basa en la creencia de que los niños no tienen capacidad de darse cuenta, reflexionar y opinar solo porque no han vivido la misma cantidad de tiempo. Esto envía un mensaje fuerte y claro de falta de confianza en la capacidad de los hijos. Olvidamos que de eso se trata, de acompañarlos a vivir, experimentar y llegar a sus propias conclusiones.

En la adultez, se observan familias donde los hijos expresan opiniones bastante diferentes a las de los adultos, en especial respecto a temas controversiales (creencias políticas o religiosas, por ejemplo). Esto mantiene un nivel de comunicación bastante superficial, arrebatando a los miembros la posibilidad de argumentar, sostener conflictos saludables y por último “acordar en estar en desacuerdo” sin que la relación se torne tensa o se rompa.

“Nuestra familia estaba atrapada en una rueda de hámster cósmica de amor tóxico, cometiendo los mismos errores, diciendo las mismas palabras, siendo lastimada de la misma manera generación tras generación. No quería seguir jugando un papel en esta tragedia de errores”.

― Yamile Saied Méndez, Furia

4. “No cambies”

Si esta regla tuviera un título sería “no seas diferente a nosotros de ninguna manera”. ¿Por qué tantas personas dicen tener “baja autoestima”? Empecemos por reconocer que en la infancia no se les dio oportunidades suficientes para desarrollarse. La imposibilidad de cambiar como ser humano te deja paralizado e indefenso. Te lleva a crecer con una profunda sensación de confusión, soledad e incapacidad. Te expone a situaciones donde eres vulnerado y donde se reafirma la creencia de tu bajo valor.

Esta regla tiene sentido. El cambio en un miembro cambia al sistema. El sistema, engranado en su disfuncionalidad, se resiste al cambio. El miembro que decide sanar es señalado, ridiculizado y aislado.

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La gran tarea de todo hijo es convertirse en su propia persona, a través de un proceso llamado “individuación”, que es un regalo necesario que muchos no han sido afortunados de recibir. Por ello, evolucionar fuera del sistema familiar no es fácil, pues quien decide finalmente hablar, sentir, pensar y cambiar lejos de la dinámica disfuncional sabe que cargará consigo los fantasmas de su crianza. Ser adulto implica construir tu propia voz. Madurar, entonces, implica elegir diferente.

Mientras abrimos la conversación sobre por qué se da este alejamiento, es importante recordar que no se trata de la culpa únicamente. Se trata de entender lo que es nuestro, lo que es de ellos y qué influencias estaban en juego. No toda dificultad emocional es necesariamente causada por la crianza, pero puede ser influenciada por padres bien intencionados que no supieron satisfacer las necesidades emocionales de sus hijos.

Una dinámica saludable no significa perfecta, significa que todos sus miembros son honestos y están dispuestos a enfrentar lo que ya no funciona.

Desde aquí te pregunto:

¿Cuántos episodios dolorosos no contaste por miedo a ser juzgado?

¿Cuántos sentimientos contuviste por miedo a ser molesto?

¿Cuántas opiniones te tragaste por mantener la paz?

¿Cuántos cambios te frenaste de intentar por miedo a las críticas?

Y ahora, ¿qué puedes hacer al darte cuenta de que viviste bajo estas reglas?

  • Descubrir tu rol en mantener la dinámica y cómo salir de ella.
  • Generar un plan para mencionar el patrón disfuncional en casa.
  • Señalar el patrón y buscar ayuda para manejar el después.
  • Preocuparte por no repetir el patrón disfuncional en tu propio hogar.

“Ojalá hubiera llegado a conocer mejor a mi papá”, asintió Kent, “porque cuando lo conocí, él ya no era él. Pero la cosa es que nunca lo culpé”.

“¿Por qué es eso?”

“Supongo que tratar de culpar a alguien siempre parecía una tarea imposible, como tratar de encontrar el comienzo de algo que en realidad es un ciclo sin fin. Simplemente pensé que era mejor ser duro conmigo mismo y asegurarme de ser una mejor persona para aquellos a quienes amaba. De esa manera podría romper el ciclo”.

― Louie Anderson, Querido papá: Cartas de un hijo adulto

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