Estar sumergido en un ciclo de vergüenza, miedo profundo y autocrítica es agotador. La ansiedad social se siente como una sentencia de vida, pero en realidad alberga una parte de nuestra historia que merece ser vista y atendida.
Por Ana Paula Chávez Carrillo
La primera vez que oí las palabras “ansiedad social” fue en el consultorio de mi primera terapeuta. La presión que ejercía con mis puños, el corazón agitado casi como si se saliera de mi pecho, la sudoración y el terror profundo a situaciones sociales cotidianas me habían llevado a pedir ayuda. Vivía llena de confusión y culpa, creyéndome rara y anormal.
Mi ansiedad social se caracterizaba por un miedo extremo a no encajar, a la humillación y al rechazo. Analizaba cada movimiento en los demás como amenazante, me horrorizaba ante la sola idea de que tuvieran una opinión sobre mí. Esperaba que desaprobaran mi comportamiento incómodo y antinatural, y mi forma de mirar, hablar o comer.
Sin importar a qué lugar entraba, mi mente divagaba hacia las mismas preguntas: ¿Y si me veo mal? ¿Estoy mal vestida? ¿Y si me juzgan por cómo me veo? ¿Se quedarán mirando y evaluándome? ¿Estoy muy seria? ¿Hablarán conmigo o mejor me quedo callada? ¿Les caeré bien? Saltaba de adivinanza en adivinanza: lo que van a pensar, cuánto tiempo se quedarán hablando de mí, lo que dirán, lo mucho que me odiarán. Todos estos pensamientos se acumulaban en una bola de nieve cada vez más y más grande que me terminaba por aplastar.
Fueron años de frustrados intentos de liberarme de este peso que no me permitía vivir la vida que yo quería. Le reproché cada vez que me arrepentí de estar en un lugar y escapé, cada vez que evité decir que no a cualquier invitación, cada vez que nadie me hablaba en una reunión, cada vez que veía a los demás ser espontáneos y divertirse mientras yo era un manojo de nervios, cada vez que veía el tiempo pasar y a mí en la misma situación, congelada, sin poder moverme ni hablar.
Sufrí mucho y en silencio. Me sentía tan avergonzada que no se lo contaba a nadie. Crecí creyendo que era malo hablar de sentimientos, que nadie debía saber que estaba “mal”, lo cual intensificó mi malestar y me llevó a una profunda soledad. Cuando intentaba contárselo a otros, sentía que no entendían lo que estaba pasando. Fui sumamente criticada por lo que tanto me costaba controlar: «Tienes que hablar, se ve mal que te portes así», «¿A quién le importa tanto lo que piensen los demás?».
Llegar al origen de mi ansiedad fue difícil, pero pronto lo descubrí. Siempre fui una niña introvertida y sensible. Estuve expuesta a situaciones sociales que me abrumaban. Aprendí que algo andaba mal conmigo y que no podía hacer nada para solucionarlo. Me había rendido. Nadie sabía que el impacto de aquellas situaciones me acompañaría por el resto de mi vida.
Más adelante, tras una experiencia compleja con una enfermedad oncológica, todas las vivencias que tiene todo adolescente se escaparon de mi alcance. Ya no era la misma de antes y mis compañeras de colegio tampoco. Aquella desventaja social hizo crecer en mí el sentimiento de no encajar y de no ser suficiente. Estaba convencida de que podía ganar algo de valor si me ganaba la aprobación, el respeto y el aprecio de los demás. Y cada humillación, rechazo y error que percibía me dejaban sin valor una vez más.
Todo este tiempo había asumido que la ansiedad social era el principal problema. Que la vergüenza y el odio hacia mí misma eran subproductos de mi incompetencia social, con la cual estaba totalmente segura de que había nacido. Con los años y mucha psicoterapia me pude hacer preguntas diferentes: ¿Y si no fuera la verdadera causa de mis luchas? ¿Y si fuera una mera señal de algo más allá?
Y de repente reconocí la verdad: no eran los demás los que me juzgaban. Al menos ya no. Era yo. En circunstancias en las que no había evidencia real que confirmara que yo fuera no deseada, inaceptable y molesta para los demás, seguía creyendo que así era. De hecho, me sorprendía ante la preocupación genuina de otros por mi bienestar, a lo que mi mente respondía con desconfianza: “solo están siendo amables contigo. Pero en secreto piensan que eres una vergüenza”. Me di cuenta de que todo lo que creía que se juzgaba de mí era un juicio que venía de mi interior. Empecé a notar ese mismo patrón, como una historia interminable.
Reconocer que me percibía inaceptable e inferior, curiosamente, me devolvió el poder ante el miedo. Aceptar y hablar sobre cuánto me avergonzaba de mí misma fue el primer paso para reconciliarme con mi ansiedad. Entendí que era la carga de algo en mi historia que me había dolido mucho y no había tenido tiempo de integrar. Mi verdadera dificultad era no haber podido desarrollar adecuadamente mi identidad, mi sensación de ser yo misma.
Dejar de escapar y evitar fue el mayor reto. Evitar vivir nos alivia por un momento, pero nos aleja de lo que más necesitamos: conexión. Es así que con el tiempo entendí que mi miedo no era del todo malo, pues detrás de él se escondía mi deseo de pertenecer y de sentirme apreciada.
«En el dolor encontramos nuestros valores y en la evitación encontramos la desconexión con estos. Fíjate qué situaciones te producen más dolor y valora la posibilidad de que estas sean las situaciones que más te importan». (Una mente liberada – Steven C. Hayes, 2019)
Empecé a escuchar a mi mente desde la distancia. Observé el diálogo interno de autocondena que se reproducía en piloto automático. Y cada vez que notaba que mis pensamientos cavilantes comenzaban a juzgarme, los dejaba de juzgar también. Aprendí a tomarme un momento. Como si de audífonos se tratara, los retiraba de mis orejas. El audio sigue, aquella canción de la que ya te has agotado sigue sonando, aquellos pensamientos siguen estando ahí, puedes escucharlos aún a lo lejos. No se van a ir. Aprendí a redirigir mi atención lejos de ellos y a este momento, aquí y ahora a través de un respiro profundo. Mis pensamientos no se tienen que esfumar para que yo pueda por fin estar aquí.
Afrontarla fue afrontar la verdad de quién soy yo lejos de la historia de insuficiencia e inferioridad que me había creído por tantos años. Al principio, mi cuerpo y mi mente se resistieron. Condicionados a afirmar mi inutilidad durante demasiado tiempo, el nuevo paradigma les sobresaltó. Ahora todo lo que yo consideraba “raro” es lo que más aprecio.
Cuando escuché a mi ansiedad por primera vez, supe que aunque proviene de un sitio muy doloroso de mi memoria, la película no tenía por qué repetirse una y otra vez, que merezco un final diferente. Con menos vergüenza y con mayor compasión. Hay días en que la ansiedad social regresa como un débil eco. Sin embargo, hoy reconozco que soy libre de vivir mi vida tal cual soy. Que ya no necesito esconderme ni maquillar ciertas partes de mí que son diferentes.
Lo cierto es que la vida es incómoda, muchas situaciones sociales son extrañas, a todos nos da nervios conocernos (aunque no lo parezca). Es curioso cuán solos nos sentimos en un miedo tan humano que muchos compartimos. Por eso la honestidad es crucial, romper la barrera de la vergüenza expresándola y poniéndola en palabras “si estoy actuando distinto es porque no estoy muy cómoda”.
En definitiva, la tarea es aprender a vivir en paz con la ansiedad social. Este poema traducido de Jeff Foster lo resume muy bien:
Una vez huí del miedo,
entonces el miedo me controló.
Hasta que aprendí a contener al miedo como un recién nacido.
Escúchalo, pero no cedas.
Hónralo, pero no lo adores.
El miedo ya no pudo detenerme.
Caminé con valentía hacia la tormenta.
Todavía tengo miedo,
pero el miedo no me tiene a mí.
Una vez me avergoncé de quién era.
Invité a la vergüenza a mi corazón.
La dejé arder.
Me dijo: «Sólo estoy intentando
proteger tu vulnerabilidad».
Agradecí mucho a la vergüenza,
y entré en la vida de todos modos,
con la vergüenza de amante.
Una vez tuve ansiedad.
Una mente que no se detenía.
Pensamientos que no se quedaban en silencio.
Entonces dejé de intentar silenciarlos.
Y me salí de la mente
y hacia la Tierra.
En el barro
donde me mantuve fuerte
como un árbol, inquebrantable, seguro.
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